domingo, 27 de diciembre de 2009

La belleza a los 80 kilos

Decir las cosas por su nombre me ha costado más de diez años de análisis. Me he convertido casi en una militante de ello. Pero los números no son lo mío, eso está a la vista. Pero esta vez y en honor a mi causa y porque las palabras escritas siempre me han ayudado (ojalá que con el peso también) es que hago este esfuerzo de hablar de lo que no hablo. Al menos nunca con tanta precisión.

He sido siempre una mina más o menos potable. Cuando iba bailar, los pibes se me acercaban, siempre más de dos o tres. Me decían cosas en la calle, no solo los albañiles. Nunca fui flaquita. Grandota fue la palabra que me donó mi madre y que supe portar en mi incomodidad durante muchos años de temor al ridículo. Cualquier pollerita más corta de lo esperado me convertía (en mi cabeza) automáticamente en Moria Casán.
Hoy miro para atrás y lamento aquellos años malgastados luchando contra un grotesco inexistente. Gorda es esto: que no me entren los pantalones más grandes que hay en mi placard, que me duelan las rodillas al sentarme, que me duelan los pies al estar más de tres minutos parada, que los sacos me queden chicos de brazos, que en las fotos encuentre –literalmente- un ballena, etc.
Pero es fin de año y este ha sido un año difícil pero muy bueno, de manera que mi mirada debe ser optimista. 80 es mejor que 93, que fue mi peso al parir. 90 al regresar a mi casa sin Fede en la panza. Les recuerdo que Fede pesó 2,3Kg. Esta claro: me guardé todo para mi.

¿Hay belleza a los 80 kilos? Cual anciana que habla del sexo en la tercera edad, puedo decir que no es la belleza que ustedes se imaginan. Las cosas son lindas pero diferentes. La moda, por suerte, colabora. Remeras sueltas que marquen las lolas que es lo mejor que me ha quedado, camisolas, pantalones anchos (algunos aún de embarazada), el pelo siempre lindo, limpio, un poco de bronceado, la blancura torna todo más ancho, nada de jeans, zapatos de colores para llevar la mirada a lo único que no ha engordado, carteras al tono. Pero sobre todo mucha actitud. Después de todo somos justamente las mujeres las que decimos que el tamaño no importa. ¿O sí?

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Lo que nadie dice

Hay cosas que no queda bien decir. Vaya a saber uno por qué.
Las madres parecen beatificarse en el mismo instante de parir. Tal vez antes. Con panza ya visten de Virgen María. Se horrorizan de sentimientos no tan loables, hastíos varios, angustias, etc. Se supone que la madre es amor incondicional de máxima pureza cuando en verdad no es tan así. ¡Ojo! No está mal que no sea tan puro. Lo que sucede es que muchas madres sostienen ese lugar de santa que para mi gusto lo único que consiguen es joder a sus hijos. Y les juro que sé de lo que estoy hablando.

Si además de madre, una fue infértil, menos habilitada todavía, a decir que el paraíso no es tal. Pero no porque tener hijos no está tan bueno. Sino porque está bueno en otro sentido. ¿Me explico? No. Ok.

De lo que nadie habla es de lo mal que se la pasa los primeros dos meses. Días más, días menos según la mujer. La historia es que una está hecha pelota por los cuatro costados. El cuerpo te quedó roto, con una panza de unos tres meses en el mejor de los casos. Las tetas están en plena producción de leche y te duelen. Si el niño se prendió a la teta, lo más probable es que darle la teta sea un suplicio. No porque no quieras sino que te duele como no te dolió nunca. Sentís culpa por querer sacarlo para que no te duela más, pero al mismo tiempo te alivias al cambiarlo de teta y cuando por fin se duerme ni te cuento. La teta lleva mucho tiempo (cosa que nadie te dice) y tu vida se resume a dormir cuando podes y estar tirada dándole la teta unas doce horas por día en total. No sabes si algún día vas a volver a dormir ocho horas seguidas. No sabes si el mundo sigue en pie afuera o se declaró la séptima guerra mundial, que por otra parte no te interesa mientras que no vengan a tu casa. En verdad cuando el chico llora no sabes bien qué carajo le pasa.

Pero lo peor de todo, cuando fuiste infértil, es que todo el mundo te mira como diciendo: bueno, ahora no jodas más, sé feliz. Y una siente una culpa enorme porque la verdad de la milanesa es que el chico tal vez cumplió un mes y una no pudo sentirse verdaderamente feliz más que por unos fugaces momentos. Y siente culpa, mucha culpa, que se transforma en angustia porque recuerda a sus compañeras de ruta y siente que debería estar feliz por ellas, pero lo cierto es que no lo está. Y teme. Se pregunta si esa felicidad que venden en la televisión es cierta. Si alguna vez logrará sentirse así. Y en medio de toda esa vorágine el niño llora, te duelen las tetas y tu marido te mira azorado. No sabe qué te sucede, no puede entenderte y simplemente te mira. Vos llorás, llorás y llorás; y no podes explicar por qué. Pensás: serán las hormonas. Seguro que no, pero al menos son la carta de salvación para no terminar internada en un psiquiátrico. Y vas por la calle, cuando lo dejaste un rato con alguien para respirar un poco, miras ropita de bebé, pensas en cómprasela y te sentís la mina más rara del mundo. Si no podías tener hijos, quién sos ahora. Y te sentís mal porque en lugar de estar disfrutando de tu hijo como todo el mundo espera que hagas, estas perdida en el quilombo de tu cabeza y te morís de culpa porque pobre tu hijo que le tocó una madre tan complicada. Así que no solo no sos feliz, sino que tu hijo tampoco lo será. Y te angustias porque no podes hacer otra cosa.

Lo que nadie dice es que para sentirse madre hace falta tiempo. Bastante tiempo. Tiempo con el que de a poco te das cuenta de que no tiene nada de malo haber sentido todo eso. Tiempo para darte cuenta de que tener hijos está bueno, pero no para pintarles que sos una santa sino que la vida es un compendio de cosas buenas y malas. Que mamá a veces es copada y a veces egoísta. Que papá es macanudo, pero a veces muy estricto. Que la familia está llena de quilombos. Que no sabés si algún día le vas a poder dar un hermanito. Porque no sabes si podrás y porque no sabes si te vas a querer bancar los malditos tratamientos otra vez. Porque sos buena, pero no sos tan pura, ni tan santa, ni tan desinteresada.

Por lo menos, así lo veo yo.


Nota: pido disculpas si alguna de mis compañeras de ruta, nos conozcamos o no, se siente molesta por este post. Se lo que es haber leído cosas por el estilo cuando yo juntaba plata para hacer otro ICSI y daba cualquier cosa por lograr, al menos, ese llanto de madre novata. Sufría porque no sabía si algún día iba a poder sentirme así. Pero también es cierto que los espejitos de colores no me ayudaron nunca y por eso me parecía desleal colaborar con esa postura. Creía y creo que es mejor decir las cosas como son. Pintar un paraíso ficticio lo único que logra es alimentar la fantasía de que la gente feliz es la que tiene hijos (que la entiendo, yo también la tuve). Pero si es inevitable, no se trata de aumentarla.
Y repito, mi hijo es lo más maravilloso que tengo, pero es una maravilla terrenal. No un paraiso de nubes de colores. No es novedad: eso para mi no existe.

martes, 1 de diciembre de 2009

Acumulación de estúpidos (yo inlcuida)

Uno nunca sabe dónde se va a topar con los costados más bajos de la estupidez humana. Generalmente te toman por sorpresa y por ello el efecto es aún peor.

Manejaba feliz por una calle angosta. El tiempo me apremiaba. Tenía que dar mi brazo a los sacadores de sangre antes de que agotaran su tiempo de vampiros equipados. Adelanté mi auto al primer obstáculo de la jornada y otro, que no tenía nada que ver en la maniobra, no tardó en esgrimir su espíritu de Robin Hood. Se encontraba conmigo, su primera estupida del día. Me puteó y adelantó su auto al mío. Y ahí nomás se puso a jugar conmigo, con mi paciencia y como si fuera poco, con mi sangre. Volanteaba de un lado al otro de la calle sin dejarme pasar, olvidando su rumbo. Lo había trocado por impedir el mío. Así unas diez cuadras en las que yo gesticulaba los peores insultos de modo que él pudiera leer claramente mis labios. Así hasta que tuvo la amabilidad de doblar y perderse en el mundo de mi olvido. Por un rato porque pronto lo recordaría. Tan pronto como otro imbécil se sumara a mi jornada y entonces yo pudiera sentir el hastío de la existencia.

Me sacaron sangre lo más bien. Hasta me regalaron un alfajor para mitigar rápido mi ayuno. Eso me puso de buen humor. Salí contenta. Caminé un par de cuadras hasta la farmacia. Crucé un par de miradas amargas con la que cobraba cuando luego de preguntarle si tenía cambio me respondió que no con la típica cara de tengo y no te voy a dar. Yo acepté con un agrio e hipócrita ¿no tenes?. No. Y las dos sabíamos de qué hablábamos. Una mini cuota de hipocresía diaria no le hace mal a nadie después de todo.

Seguí caminando hasta un bar, enfrente de mi trabajo, para acabar definitivamente con mi ayuno. Allí la malignidad del mundo llegó a su punto máximo. Es cierto que se me habían hecho las 12 del mediodía pero tan cierto es también que pregunté simpática: ¿estoy a tiempo para un café con leche con medialunas? (Aclaro que me senté afuera, en las mesas no preparadas para almuerzo). El mozo era rubio, con rulos atados en una colita alta que sostenía por detrás de su cabeza una suerte de mata rubia y peluda. Una especie de pompón poco agradable. De piel bronceada y ojos claros. Pendejo. Canchero. De esos que te dejan en claro que están ahí, pero que no necesitan el trabajo, que están solo circunstancialmente, que en verdad esperan más de la vida y que el padre podría mantenerlos perfectamente, sólo que están en la etapa de demostrarle que pueden valerse por si mismos.
Se acercó displicente y ante mi pregunta no esperó un instante. Se alejó y me dijo: te averiguo. Pensó: otra estúpida más. Cuando ya se iba le grité bajo: ¡sino pido otra cosa!
Nunca volvió. Mi mirada inquieta cuando pasaba hacia otra mesa, lo hizo decir: ya te traigo. Y mientras se alejaba volví a gritarle bajo: también quiero un jugo de naranja. Para qué está uno en un bar si no es para pedir cosas. No se supone que el mozo debería molestarse por eso. Cuando uno pasa cuatro horas con un café también te miran mal. Al final no hay cosa que les venga bien.
Al rato largo apoyó sobre mi mesa el café con leche, el jugo, y se fue. Pensé: deben estar terminando las medialunas. Al rato largo trajo UNA maldita medialuna. Rica, calentita, pero sola. Una solita. ¿Una sola? le dije. Pedí con medialunas. Pensé pero no dije: eso, en el país de las medialunas significa tres o dos a lo sumo en lugares gourmet o amarretes como más les guste. Me miró displicente por enésima vez y me dijo: bueno. Y después de veinte minutos trajo otra puta medialuna, solita ella.

¿Si le dejé propina? Están locos. Ni un centavo. Ojalá hubiera podido dejarle este escrito que surgió ahí mismo sobre la mesa en la que no llegaban mis malditas medialunas.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Otra espera, nueva.

Ya lo dice el blog mejor que yo: la amarga espera ya pasó. Me percaté cuando lo vi escrito sobre la imagen: no se trataba sólo de la difícil espera de nueve meses, la amarga espera habían sido los cuatro años que tuvimos el deseo entre las manos. Toda esa espera ya pasó.

Hoy soy una mujer renovada. Nueva no. Porque cuento con las marcas de todos esos años, y otros anteriores que habían tenido lo suyo. No tanto, pero lo suyo. Esas marcas cambiaron el rumbo de mi vida inexorablemente. Tanto que hoy siento que inicio una nueva espera, distinta.

Antes de querer ser madre, ya me ganaba la vida trabajando. Mi vida no era sólo eso. Pasa que ahora siento que estoy barajando de nuevo, que los días son un comienzo en blanco y me pregunto qué quiero hacer. Quiero pegar un volantazo.

Si la vida se deja yo le meto mano dice Sabina y yo quiero ver qué tanto se deja, porque hasta ahora me la venía metiendo a mí. Ahora es mi turno y no quiero dejarlo pasar. Quiero pegar un volantazo y dedicar mi vida a la escritura. Escribo desde adolescente, pero recién hace dos años empecé a preguntarme por qué nunca me lo había tomado en serio. Tengo muchas respuestas a esa pregunta, pero no quiero aburrirlos, para eso le pago a mi psicoanalista, que hace rato que no voy.
El tema es que quiero tomármelo en serio y empecé como con todo lo que hago: a full. No soy de las que se quedan quietas. Mi cabeza va pensando cómo hacer para ir cambiando de laburo y mi corazón ya se imagina en la Feria del Libro. Soy así, no lo puedo remediar.
Se que para vivir de los libros falta mucho, pero me gustaría al menos que algunas de mis líneas me dejen algún violeta a cambio de publicarlas en algún lado. Para comenzar me conformaría con eso. Pero bueno, se que no es rápido, ni fácil. Pero siento que me embarco en un nuevo anhelo. Un nuevo horizonte que me hace feliz, obvio, porque antes no podía pensar en esto. Escribía, sí, pero para drenar el dolor. Para seguir viviendo. Hoy quiero vivir para escribir y no a la inversa.
Y bueno soy así, no me quedo quieta.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Hijo e’ tigre

Cuando pensé por primera vez en que algún día tendría hijos, tomé conciencia de lo importante que sería decidir con quién. Aún no lo sentía en carne propia, pero es sabido que un hijo es lo más importante que uno puede tener. Pensaba entonces que el padre tendría que ser alguien de mi total confianza. Iba a tener tanto derecho como yo a quedarse con el niño, a educarlo, etc. Entonces, si quería lo mejor para mi hijo, tenía que empezar por buscarle un buen padre. Con eso en la cabeza andaba yo en mis veintitantos años. Criterio bien concreto que me servía para identificar una relación ocasional de algo que podía volverse serio. De las primeras también tuve, obvio.

¿Se puede decir que me enamoré dos veces de la misma persona? Sí. Cuando era adolescente conocí a un pibe seductor, inteligente, cariñoso, divertido, que estaba re fuerte (eso era importante en aquellos tiempos), algo mujeriego (eso me atraía). Me enamoré como una perfecta quinceañera. Salimos durante un año y nos separamos. Siempre lo recordé como una de las mejores relaciones que había tenido. Ocho años más tarde, volvimos a encontrarnos. Conocí a un hombre seductor, inteligente, cariñoso, divertido, noble, laburador, honesto, sincero. Tenía unos kilitos de más, pero no me importaba. Sus labios gruesos seguían intactos, eso siempre me había gustado. Me enamoré. En una reunión de unos amigos de él, vi cuánta gente lo quería y cuánto le gustaban los chicos. Había encontrado al padre de mis hijos. Me enamoré definitivamente.

Después vinieron años felices que se oscurecieron con la historia que ya conocen. Supe que no me había equivocado. Era todo lo que dije y más. Sobre todas las cosas, un compañero de esos hechos de buena madera, que están. Siempre. El hombre que tenía al lado era -sin ser padre- un padre decidido a poner patas para arriba el mundo para encontrarse con su hijo. Está claro que Fede, no sólo tiene la cara del padre, sino su fuerza. Bueno, la mía también. Si llega a juntar un poco de ambas, me da miedo que estalle.

Pero eso no es todo. Hace algunas semanas, yo miraba raro el tender mientras al colgar nuestra ropa, se intercalaban mediecitas minúsculas, baberos, bodies, pantaloncitos diminutos. En eso llegó Igriega. Me saludó raro, él se pone así cuando trae algo entre manos. De pronto se levanta la manga de la remera y me dice: mirá lo que me hice. ¡Guau! ¿Es de verdad? ¡Claro! Lo miro entre contenta y sorprendida y me dice: había hecho una promesa, si nacía Fede me hacía un tatuaje, va a ser uno por cada hijo (esta claro que no tiene riesgo de quedar como el tipo que tiene tatuada toda la cara). Es un tigre porque tiene garra y cuida a la familia. Qué les puedo decir. Me encantó. Me gustan los tatuajes en los hombres, me resultan sexis y si encima es mi marido, el padre de mi hijo, que se escribió Padre bajo la piel, qué más puedo decir: gracias a la vida que me ha dado tanto.

lunes, 2 de noviembre de 2009

F.U.M.

Hace exactamente un año atrás empezábamos de nuevo. Otra vez habíamos cargado las pilas, la plata, las ganas, la fe, la paciencia. Todo eso que se necesita para llevar un nuevo tratamiento de alta complejidad adelante. Era nuestro tercer ICSI y aunque ya estábamos cansados, yo nunca perdí esa certeza profunda de que lo íbamos a lograr.

Así que cansancio en mano nos tomamos el tratamiento como una actividad más. Como ir al súper, laburar, salir a comer. Había aceptado que mi vida consistía en parte, en eso y era mejor relajarse que estar peleándose todo el tiempo con el destino fallido que nos estaba tocando.
Habíamos tenido un par de charlas intensas con la Doctora K para ajustar tuercas respecto del tratamiento anterior. Que esto hagámoslo así, que esto otro cambiémoslo, que vamos a blastos de nuevo, etc. Luego de eso me propuse ir a las ecografías de control como quien paga el peaje. Uno no le anda preguntando al hombre de la cabina cuántos autos pasaron en el día, cuántos espera que pasen, cuál es su opinión respecto del tránsito. Simplemente extiende la mano, deja que el otro agarre la plata, acelera y se va, para volver a hacerlo cada vez que pase por allí.

Hace exactamente un año, me venía de nuevo. Lo que aún no sabía era que repetiría esa fecha durante los siguientes nueves meses. En cada ecografía, en cada control el 2 de Noviembre se iba haciendo más lejano y con esa distancia la panza crecía y Fede se hacía fuerte y luchador.

Hace exactamente un año atrás no me imaginaba que ese día era el comienzo de mi nueva vida. Era el primer paso que dejaba entreabierta la puerta blindada que golpeábamos hacía rato.

Hace exactamente un año atrás no me imaginaba que la vida podía cambiar tanto otra vez. Que la sonrisa de un niño puede darle sentido al sin sentido. Que la fuerza volvería a mi cuerpo y de a poco, otra vez tendría tantas ganas de vivir.

Y además, llueve. Qué más puedo pedir.

jueves, 22 de octubre de 2009

Primer día de la madre

Ya sé que ya pasó. Como periodista en una agencia de noticias me muero de hambre, no? Bueno, aún no me dedico a eso, así que escribo cuando puedo.

Raro, pero con sensaciones hermosas. A decir verdad supongo que cuando quiero describir lo que siento me quedo mirando la pantalla en silencio.
Silencio que se parece al de este blog las ultimas semanas.

Puedo decir que fue la primera vez que no me molestaron las publicidades de madres y niños felices; la primera vez que la proximidad del día de la madre me producía una inquietud similar a cuando uno está por ir a una fiesta que esperó por mucho tiempo; la primera vez que se me llenaron los ojos de lágrimas pero de emoción y no de tristeza; la primera vez en muchos años que no pensé en cómo meterme debajo de la tierra y desaparecer.

Cuando llegó mi madre (señora compleja si las hay, que se ha jactado siempre por lo buena madre que fue y la mar en coche) el inconsciente me jugó una mala pasada y por diez segundos me olvidé de decirle Feliz Día. Sentía que era mi día y no el de ella. No me juzguen de egoísta, si conocieran en profundidad a mi madre, me entenderían.
Por un momento parecía mi cumpleaños. No paraba de sonar el teléfono y se me escuchaba decir gracias, muchas gracias a cada rato. Se ve que la gente también pensaba en mí el día de la madre.

¿El postre? Riquísimo. Mi marido tomó la palabra, con lo que a él le gustan esas cosas y brindó por la madre que resultó su esposa, por la lucha llevada a cabo y por nuestro hijo. Se me llenaron los ojos de lágrimas porque conocerse como madre y padre no es sencillo y en estos tres meses muchas veces sentí que yo no había resultado la madre que él esperaba que yo fuera. Aunque por lo visto la cosa no está tan mal. No sé si seré la de sus sueños, pero parece que me sigue eligiendo y eso me llena tanto como cuando Fede me sonríe.
Así que brindamos. Yo agregué en el brindis a todas mis compañeras de ruta, que en este día de la madre aún estuvieron bajo tierra, para que pronto ellas también puedan empezar a respirar aire puro.

¿La nota de color? Mi viejo pidiendo la palabra también. Como para no perder protagonismo, diciendo vaguedades sobre mí y reivindicando a la santa madre, que no soy yo, obvio, sino mi madre. Un pelotudo. No dije nada porque aún tenía los ojos mojados de las palabras de Igriega. Y bueno, la familia se agranda y los problemas también. Prefiero mil veces estos roces que esperar un llamado para ver cuántos embriones fertilizaron.

En cada sonrisa de Fede siento que la vida me sonríe otra vez.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Y dale con el quirófano

La gente normal suele bautizar a sus hijos. Les dona, en esa ceremonia, cierta pertenencia; a una religión, a un apellido, un linaje, etc. Nosotros hemos evidenciado cierta atracción por los quirófanos. Por ello y porque ni locos le negamos algo al niño, arreglamos todo para que Fede no se privara de tamaña experiencia. De paso quedaba bautizado y se salvaba del limbo pronto. Matábamos varios pájaros de un tiro. Eso siempre es tentador.

Tanto el pediatra como un doctor con oportuno apellido Cuervo coincidían en que tenía una hernia inguinal, que según nos explicaron con dibujito y todo, era una bomba de tiempo. Podía estallar ya, o no hacerlo nunca. Qué prefieren, nos pregunto. Esperar a ver si explota o quitarle la mecha con pólvora y todo. Decisiones simples que uno enfrenta en la vida. Seis días después estábamos internando al enano.

El bautismo duró mas o menos una hora. Fede solito en el quirófano, mientras la que explotaba era la madre. Cuando se lo llevaron, ella lloró como si la guerra lo esperara. Tal vez se confundió por los atuendos verdes. En esas circunstancias uno no distingue a Rambo de Poncharello.
Cuando el médico apareció sonriente por la puerta del ascensor que venía de Vietnam, la flamante madre volvió a respirar. Todo había salido bien. Las armas estaban siendo depuestas. Pero como toda guerra, no se termina de un momento al otro. Fue necesario que Fede durmiera en la madriguera de neo una noche. Una sensación horrible de que el tiempo había vuelto atrás como a quien le toca “retrocede veinte casilleros” en el juego de la oca. La madre había explotado y las esquirlas alcanzaron a enfermeras varias, de las que todo le molestaba.
Éstas locas vestidas de blanco le quitaban la soberanía sobre el pichón. Que dame más leche, que sáquenle el suero, que tiene la batita toda mojada, que estos pañales baratos están hechos con las bolsas del súper y le irritan la colita, etc. Fastidios varios que las enfermeras soportaban. Algunas estoicas, otras más o menos.

Al día siguiente, Fede volvió a casa con una venda en la ingle y otra en las bolas. Heridas de combate, que va a ser. Se hizo hombre nomás. Con todo esto, tal vez me abandona antes. Y bueh… Después de todo, el destino de las madres es ser abandonadas, así que para qué dilatar las cosas.

Ah... me olvidaba un detalle. El día que lo operaron, llovía. A cántaros.

lunes, 14 de septiembre de 2009

¿Y dónde está la madre?

Mi madre siempre supo qué hacer, dónde hacerlo y cómo. Siempre tenía tiempo para sus hijos y nunca le costaba dedicarse a nosotros. Algunas veces usó la palabra sacrificio pero supongo que debíamos tomarlo como una manifestación de su amor incondicional que con el tiempo salió un poco caro. Tal vez hubiera preferido algo más barato como para que la hipoteca se terminara antes.

Dicen que cuando una se convierte en madre, se produce una fuerte identificación a la propia madre como para saber por dónde empezar. En mi caso la maternidad es un mundo totalmente desconocido. No tuve certezas como las de mi madre, salvo para saber, durante varios años, que no sería fácil convertirme en madre. Hoy, que acabo de tener un hijo sigo pensando que convertirse en madre no es sencillo. Ser madre es una construcción que no sé bien cuándo comienza. Para algunas será con la noticia del embarazo, otras en el parto. En mi caso comenzó cuando nos encontramos con mi hijo, acrílico de la incubadora mediante, algunas horas después de su nacimiento. Antes de eso debo haber hecho cosas de madre, pero yo no las siento especialmente así.

A diferencia de mi madre, me han habitado más preguntas que respuestas. Creo que después de muchos años de preguntarme donde está el hijo que no llega, hoy puedo resolverlo rápido cuando lo escucho llorar. Lo que no tenía previsto era preguntarme dónde esta la madre. Supongo que anda preguntándose qué es la maternidad y no bien se clarifiquen las ideas aparecerá con todo su ser. De hecho, está escribiendo para que eso suceda. La escritura tiene efecto de coordenadas. No se bien qué me pasa, lo escribo y luego lo leo para enterarme.

Las creencias populares suelen complicar las cosas. Una que me ha perseguido es que la gente feliz debe estar en algún lado al que yo no he sido invitada.
En los últimos años de infertilidad la frase se completó pensando que la gente feliz era toda aquella que podía tener hijos. Yo, no sólo que no estaba invitada sino que ni que pagara me dejaban entrar. Finalmente parece que hice algún contacto con los patovicas de la puerta y me dejaron pasar. ¿Qué decirles? No encontré a la gente feliz, mucho menos una fiesta. Me vengo a enterar adentro que la fiesta hay que construirla. La mesa no estaba servida. Estaba todo por hacer. Mi encuentro con la maternidad es exactamente así, está todo por hacer.

A contramano de cualquier saber popular, creo que la maternidad es una construcción singular de cada mujer en la que una siempre se encuentra con una mesa vacía. Hay quienes la llenan de comida hecha o buñuelitos viejos. Yo, que no cocino, esta vez voy a hacer todo casero. Mi ingrediente fundamental es la libertad. Quise ser madre para que mi hijo fuera libre. Incluso libre de mí. Es una práctica complicada porque consiste en poder diferenciar mis necesidades de las de él, para hacer prevalecer las últimas, obvio. Parece que es muy pronto para semejante meditación pero fíjense un ejemplo sencillo. Le estaba poniendo una ropita que me encanta. Cuando ya estaba listo, ví que le quedaba visiblemente chico, de manera que no podía estirar completamente sus piernas sin que los deditos del pie se vieran empujados hacia delante. No se quejaba, pero que la ropa era chica, era chica. El primer impulso fue se lo dejo, mira que lindo que es. Acto seguido rebobiné y dije eso es para mi, seria un deleite para mis ojos, pero una incomodidad para él. Se lo cambie por algo mas cómodo. Situaciones como esa, miles. Solo en algunas me descubro. En muchas le debo dejar el conjuntito apretado y me daré cuenta en diecisiete, dieciocho años, cuando me lo reproche a los gritos. Por eso creo que soy verdaderamente madre esas veces que me descubro, que lo dejo libre de mis caprichos.
Para mi ser madre no es un título, ni una cucarda que una se gana, ni siquiera un estado permanente. Es una función que se ejerce a veces cuando una pudo superar situaciones diversas que ponen a prueba la estantería.

Me gusta que otros lo tengan en brazos. Quiero que se acostumbre a que en el mundo hay otros que pueden quererlo y mimarlo, pero reconozco que cuando otra lo mece tan bien como yo, temo. He sentido temor de resultar prescindible. De que él se acostumbre a otros brazos y olvide los míos. ¿Qué hice? Nada. Supongo que fui madre en ese instante porque me quedé solita con mi temor y mi angustia, seguí contemplándo a la otra con mi hijo y entendí que mi función de madre también es posibilitarle esos otros momentos. No ser madre hubiera sido arrebatárselo de los brazos y quedármelo para mi solita, asegurándome de que nadie podría cuidarlo como yo, pues nadie tendría la oportunidad de hacerlo.

El universo ha cambiado


En mi escritorio siempre hubo muchas cosas. Ahora se ha sumado una más que le da un toque, digamos, particular.

Aquí lo tienen a Fede nadando entre mis cosas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

¿Y ahora? ¿Qué carajo hago con el blog?

Ya lo decía mi madre en mis años infantiles: ¡no te compres justo, que después te queda chico enseguida! Vaya si era molesta esta recomendación gritada desde afuera del probador como quien simula no manejar el barco, cuando en verdad es el capitán.

¿Qué hago con La Amarga Espera?
Es un espacio que surgió en un momento de desesperación, presa de una voluntad irrefrenable de escribir, que por cierto tenía todo el tiempo del mundo para desarrollarse. Compré así, sin pensar demasiado si me iba a quedar chico, si me combinaba con otra cosa, si me iba a servir para la temporada siguiente. Ahora mi madre me diría: ¿viste? te dije. La Zeta de antes se hubiera sentido una boluda, la Zeta de ahora la mandaría a la mierda.

Bueno, pero la disyuntiva la tengo de todos modos. Lo que terminó sucediendo es que este espacio fue adquiriendo su propio valor. Me divirtió mucho tornar la amargura en ironía, a veces en humor negro. Me encantó que hubiera otros que los disfrutaran y encima que me lo dijeran.
Puedo hacer dos cosas, tres mejor dicho. Una, buscar otro nombre, más acorde a la situación, llevar todas mis cosas para allá y desear que quieran acompañarme. Dos, seguir acá, bancarme el nombre o conservarlo como un recuerdo y seguir dándole a las palabras. Tres, dejarme de joder, volver a la habitual seriedad, cerrar lo que fue pensado para unos meses y escribir cosas más solemnes relacionadas con mi profesión en espacios más acordes. Sería algo así como no querer hacer durar más la novela, sólo porque tuvo rating. Los resultados suelen ser un patético menjunje, condenado al fracaso.
No crean que mi histeria desenfrenada ha desaparecido. No me convence ninguna de las tres.

Creo que voy a optar por la segunda y ver qué onda. Pueden echarme si quieren. Si no lo hacen y eligen abandonarme también sabré entender el mensaje, sólo es cuestión de tiempo.
Ahora bien, enfrento un problema crucial. ¿Sobre qué escribo? Dos dificultades. Una, mi vida en sí no es tan interesante como para generar seguidores. Dos, la felicidad no necesita ser transmutada, decía Borges. Hasta ahora el miedo y la amargura fueron la tinta de esta pluma. ¿Y ahora? Desconocerme, el desorden, la rareza, la maternidad son cosas que me dan vueltas en la cabeza. Tal vez arranque por ese lado.
¡¡¡¿Qué será de mí ahora?!!!

viernes, 4 de septiembre de 2009

El sabor del encuentro

Me ayudas a pararme. Le escribí a la enfermera. La anestesia había tenido la amabilidad de devolverme mis piernas y poder conocer a mi hijo requería que yo al menos pudiera arrastrarme hasta una silla de ruedas.
La amable mujer accedió a mi pedido. Pudo disimular la risa de haberme visto envejecer treinta años en tres horas. Supongo que eso será frecuente en su trabajo, tanto como contener las carcajadas millones de veces.

Yo suponía que estaría dolorida, lo que no me había imaginado era que tardaría días en recuperar la posición erguida. Ciento veinte grados era la máxima apertura entre el torso y las piernas. Mientras tanto debía contentarme con circular cual autralopithecus en bata y pantuflas, por los pasillos del sanatorio. Neonatología quedaba más lejos de lo que yo pensaba. Mi habitación, si lo comparáramos con un teatro, estaba en platea, pero fila setenta. En verdad, lo descubrí cuando tuve que caminar toda esa distancia luego de enterarme que mi ruda obstetra le había prohibido a las enfermeras facilitarme la silla de ruedas. Silla, que en cualquier otro momento sería tan temida como Freddie Kruger, en esta circunstancia se había convertido en las piernas que no tenía.

Llegamos. La neo era un lugar donde todo el mundo sabía qué hacer menos nosotros. Dónde lavarse las manos, buscar los camisolines, la enfermera con la que hay que hablar, dónde es el lactario (¿qué es eso?), en qué horarios se puede entrar y en cuáles no, etc. Esa sensación es siempre angustiante. Luego de algunos días la superamos y hasta guiamos a padres novatos.

Igriega empujaba mi silla, mientras yo miraba a mi alrededor como chico en parque de diversiones recién inaugurado. Se abrieron algunas puertas hasta que entramos a un recinto en el que había muchas peceras tapadas con frazaditas celestes. Yo pensaba me van a decir es éste y yo ¿podré saber si es o no?. O me podrían dar a cualquier chico que yo lo iba a tomar por bueno. ¡¿Qué clase de madre era yo si no podía reconocer a mi hijo?!
Igriega ya sabía a qué pecera ir. No recuerdo si él o la enfermera levantaron la frazadita. Ahí estaba. Boca abajo, moviéndose como loco, con los ojos abiertos como dos pomelos, lleno de cables con luces y todo. El dolor del cuerpo se esfumó, la silla no existió. Lloré, lloré, lloré. Pensaba ahí está, se mueve y mirá los ojos que tiene, es mucho más lindo de lo que yo pensaba. Lloré. La enfermera se acercó y me dijo: ¿lo querés tener en brazos?, ¿puedo? le preguntaba como si la madre fuera ella y no yo. Lo envolvió, cuidó que los cables no se le enroscaran y dejó que mis brazos lo arroparan. Lloré y le hablé. No sé qué le dije, pero le hablé. Me importó un carajo la cesárea, la herida, los gases y la mar en coche. El primer encuentro con mi hijo no podía ser en silencio. Lloré y le hablé. Igriega estaba a mi lado como testigo feliz de la escena. Comentamos cosas de padres que habían imaginado lo peor. Viste qué lindo que es y mirá los ojos que tiene, se mueve. Creo que no podíamos creer que se moviera. Hablamos los tres. No sé qué dijimos. No quería irme nunca de ahí. Pero así son las cosas. Luego de un rato de charla, Fede tenía que volver a la pecera calentita y yo a mis paseos por el sanatorio. Le hicimos preguntas a la enfermera, muchas preguntas. Me reconfortaba escuchar que cuando preguntábamos nos decían: ¿Fede? Ah… Fede está muy bien. Como queriendo decir que había chicos en estados mucho más delicados. Él era casi un infiltrado. Que alivio esas palabras, qué alivio que no pusieran cara de circunstancia como había sido durante todo el embarazo.
A partir de allí, en cada visita al flaco monitoreábamos detalles que sabíamos indicaban mejoría. Que la temperatura de la incubadora fuera bajando, que tuviera menos cables, que lo pasaran a una sala de menor complejidad y luego a otra, que me digan de ponerlo en la teta, que apagaran la estufita, etc.

Lo cierto es que en las dos o tres primeras visitas la pregunta acerca de qué clase de madre era me asaltaba en intensidad proporcional a la cercanía de la cunita. Pensaba ¿lo reconoceré? ¿y si me pongo a hacerle caricias a otro bebé y la enfermera me dice: señora su hijo está allá? Cómo se remonta una situación así. En fin, tal vez eso diga algo de qué clase de madre le ha tocado a Fede.

Luego del encuentro que cambió mi vida para siempre, Igriega volvió a empujar mi silla. Cruzamos la puerta. Salí feliz de haberme sacado la grande de Navidad luego de tantos años de lucha.

martes, 18 de agosto de 2009

La amistad se cultiva desde el comienzo


Les presento a Fede. Queremos que desde muy pequeño sepa que además de padres puede tener muchos amigos y que ellos pueden ser tan importantes como nosotros. Por eso, comenzamos con este osito simpaticón.

viernes, 14 de agosto de 2009

Cronología de un día que no llegaría nunca

Unos truenos estrepitosos asaltaron el sueño que la ignorancia sobre lo que estaba por venir, me permitía tener. Serían más o menos las cinco de la madrugada del día en el que nacería Fede. Las gotas se estrellaban contra las tejas. Abrí los ojos. Sonreí. Pensé “es el día perfecto para su llegada”. La lluvia me regalaría un hijo con la misma fuerza de sus truenos. Cerré los ojos. Dormí tranquila dos o tres horas más.

A las ocho sonó el despertador. Una escena siempre repetida. El aparato suena y uno sólo quiere seguir durmiendo porque no hay nada mejor que seguir ahí. En este caso era extraño. Había que levantarse para ir a tener un hijo. En qué cabeza cabe. Además era ir a buscar algo que en verdad ya estaba conmigo.
Me duché mientras gozaba la lluvia por la ventana. De las cuatro cosas que me entraban, elegí la que me parecía más arreglada y al mismo tiempo cómoda para la ocasión. Había que prever que volvería sin panza, así que la remera tendría que ser algo sueltita como para cobijar una panza más parecida a ravioles que otra cosa.
Bolso listo, sobre con estudios, orden de internación y ropita para el bebé (qué bebé pensaba yo en mi locura).
¿Bueno, salimos? ¡Qué momento!. Antes de irnos, quise tomar fotos de la lluvia. Hacía tiempo no llovía así y mi hijo tendría que tener una prueba de la intensidad que lo trajo al mundo. También saqué una foto desde mi propia perspectiva de las últimas horas de la panza, que hoy resultó la imagen que ilustra este relato.
Salimos. Un momento de distracción. Vimos pasar un camión de la policía que decía gigante “Escena del crimen”. Iba directo a la casa del fondo, con la que linda nuestro jardín. Qué situación, justo anoche habrán robado. Zafamos de casualidad. No tardamos en enterarnos de que no habían robado. Parece que el que roba es el dueño de la casa y le habían ido a hacer un allanamiento. Qué mañanas distintas nos había tocado vivir.

El viaje es largo. Lo suficiente como para que se note el silencio. Hablamos un poco. Tratábamos de que pareciera normal, pero no lo era. A los dos se nos pasaba la película entera por la cabeza, pero no la contábamos. Simplemente íbamos. Ni contentos, ni tristes, raros, debajo de una lluvia increíble. Me encantaba que lloviera. ¿Ya lo dije, no?

Llegamos al sanatorio. Teníamos que hacer los trámites de internación. Era en la misma oficina donde meses atrás habíamos hecho el papelerío para el cerclaje. En aquel entonces había pensado “tal vez en unos meses venimos para otra cosa”. Y el momento estaba llegando. Qué raro se siente cuando los sueños que tanto tardaron se hacen realidad. Es una suerte de perplejidad extraña que por dentro repite “está pasando, ¿viste? está pasando”. Y uno sigue como Homero Thompson.
Nos acompañaron a la habitación. No tardó en llegar la partera con la que había hablado a la noche y me había confirmado que iríamos directo a cesárea. El doppler del día anterior había dado alterado y el veredicto del ecografista había sido que Fede no soportaría ni una sola contracción (alabado sea Carlitos que gracias a su minuciosidad Fede goza de una excelente salud).
Así que la partera, una señora gorda y muy mayor, vino con un elemento de última tecnología. Una especie de cono de madera que me hundió en la panza, mientras apoyaba su oreja en el extremo opuesto. Lo dejó unos segundos, se incorporó y dijo “está todo bien, vamos”. Dedujimos que había escuchado los latidos y dado que seguían ahí, valía la pena hacer la cesárea.
Al ratito vino la obstetra. Verla me tranquilizó. Enseguida vendría el camillero a buscarme. Igriega tenía que ir a otro piso a vestirse de padre y nos encontraríamos cuando yo ya no pudiera mover más que un dedo.

El paseo de ida al quirófano fue raro. Tenía una cara extraña, algo desencajada. Como diciendo “me llevan a parir y no se bien de qué se trata”. No podía decodificar las miradas de la gente. No estaba segura si decían “pobre” o “que lindo”.
Llegamos. La sala era más pequeña de lo esperado. Eso me dio cierta estúpida tranquilidad. Si era chiquito, la cosa no debía ser tan compleja. Esos vínculos ridículos que uno suele hacer. Algunas caras conocidas que por las cofias reconocí con dificultad y muchas caras nuevas iban y venían enfundados en verde, mientras yo me sentaba en la camilla con un miedo que me atravesaba la mirada. La asistente de mi obstetra se quedó conmigo. Me hacía preguntas que yo respondía torpemente. Me tomaba de la mano, ponía sus manos sobre mis piernas en señal de “estoy acá, nada malo va a pasarte”. En un momento dijo no sé que cosa encabezada por “cuando nazca el bebé…” Lo que sigue no pude escucharlo. A mi cabeza aún le resultaba extraño pensar que en minutos habría un bebé dando vueltas. Se escuchó un llanto. Sería de la sala de al lado. Alguien dijo “¿ves? así va a llorar”. Mi cabeza no estallaba porque hubiera dado mucho trabajo coser panza y cabeza.

Llegó el anestesista. Un tipo amable, que me miraba a los ojos y me explicaba cada paso. Lamentablemente su amabilidad no menguó la horrible sensación que me produjo la maldita peridural. En menos de un minuto mi cuerpo quedó reducido a un busto con brazos. Como esos que se esculpen en honor a los próceres, pero con brazos. Podrían haber trozado mis piernas en pedacitos o cocinarlas al spiedo que yo hasta hubiera pedido un pedacito. Sin duda el reconocimiento del propio cuerpo está compuesto no sólo por la imagen que podemos ver con los ojos, sino con la sensación. Quitada esta última. La visión del cuerpo se vive como si estuviera muerto o fuera de otra. Lo estudié tantas veces en la facultad … ¡Les juro que del libro al cuerpo hay un abismo de diferencia!

Bien. Con el medio cuerpito que me quedaba y los brazos abiertos en gesto de crucifixión con diversos aparatos conectados, empezó el banquete. Médicos, asistentes y enfermeras me abrieron con cuchillo y tenedor durante un largo rato.
Me moría de dolor de hombros. Tenía miedo. Estaba impresionada. Todo era muy extraño. ¿Era yo la que estaba ahí?
De pronto la obstetra dice a los gritos “¡vamos a llamar al padre o que estamos esperando!” Mutilada pero no idiota, entendí que el momento llegaba. Giré mi cabeza al costado y lo vi todo vestido de padre atemorizado. Me miraba con amor y yo ni sé qué transmitía con los ojos.

No sé si es mi sensación, si la gente no lo dice porque queda feo o qué cuernos pasa. Pero en ese momento, antes de toparnos cara a cara con Fede, me sorprendió un nivel de violencia de la escena que no me había imaginado. No creo que se pueda hacer de otro modo, debe ser así, sólo que jamás escuché que nadie lo contara. Todo el mundo dice “es el dolor más feliz”, “después no te acordas de nada”, bla, bla, bla.
La obstetra dijo “¡empujen!”. Acto seguido los que estaban de mi lado, del cuerpito que quedaba detrás de la tela que cubría la carnicería, léase anestesista, asistente, alguna enfermera, no se si la partera pasaron sus brazos por sobre mi cabeza, depositándolos sobre la parte superior de mi panza y comenzaron a empujar como quien empuja un Fiat 600 para que el que está al volante ponga segunda y arranque. “Un poco más” decía la obstetra y ellos le daban nomás. Yo sabía que era un momento importante, que tenía que estar feliz, que lo tenía que disfrutar, pero honestamente les digo ¡es muy heavy! En verdad yo quería salir rajando. No sé, con unas piernas prestadas hasta que pudiera recuperar las mías. Obvio no pude.
Después de varios “un poco más” escuché “ahí lo tengo”, “ahí sale” y de golpe se bajó el telón que no me dejaba ver y se elevó un pequeño pitufo violeta, con una boca gigante que lloraba desconsoladamente. ¿Qué se siente? No sé. La magnitud de la escena es tan fuerte que no sabría ponerle palabras. Es una situación donde la cabeza se queda muy atrás de los acontecimientos. El pensamiento no alcanza.
Alguien me acercó al flaco a la cara y pude darle un beso. Recuerdo el calor de su cuerpo en mis labios. Eso me tranquilizó. Luego se fue con el papá y la neonatóloga. En mi cuerpo la carnicería estaba más abierta que nunca.

Al ratito lo veo acercarse a Igriega con Fede en brazos. Se sentó a mi lado. Mi cabeza estallada y mi cuerpito diminuto no me alcanzaban para emocionarme. Le pregunté si estaba bien y lo miré a los ojos para ver si me decía la verdad. “Sí, está bien” dijo hasta un poco sorprendido. Sus ojos decían la verdad. Me quedé tranquila. Luego le pidieron que se vaya. Una doctora se acercó y me dijo que Fede estaba muy bien, que sólo por precaución lo llevarían a neonatología.

Los médicos del otro lado de la cortina ya iban por el postre y cerrando. Más o menos treinta minutos después de conocer al flaco, por fin me sacaron de ahí. Les confieso que estaba tan feliz por la llegada de Fede como por poder irme de esa mesa. Me moría de dolor de espalda.

El paseo de vuelta a la habitación fue en camilla. Cuando me pasaron a la cama no pude evitar ver mis piernas y me impresioné. Estaban muertas.
Nos quedamos solos. Eramos dos, pero había un tercerito vaya a saber en qué lugar del sanatorio. Emocionarse cuando uno no puede hablar es muy complejo así que dejé eso para después. El primer comentario entre Igriega y yo fue “¿viste? no es tan cabezón, yo tenía miedo de que fuera desproporcionado” Estábamos felices de que a las fantasías del pequeño monstruo se las hubiera llevado la lluvia.

Acabábamos de convertirnos en padres. La vida ya estaba puesta patas para arriba y todavía no teníamos la menor idea de cómo seguía todo.
Una sensación parecida a tener una bola de fuego en el centro del cuerpo. Aún no llegaba a sentir el calor pero tenía certeza de que sólo era cuestión de dejarla crecer para ser invadida por un color tan pero tan intenso que jamás hubiera podido imaginarlo.

Continuará…

viernes, 7 de agosto de 2009

Tenganme paciencia...

Cualquiera diría: ahora que ya tuvo al pibe se borró, abandonó el blog, todo le impoprtó un carajo y chau. Nada de eso. Es que el niño es pequeño pero ocupa casi todo mi tiempo. De estar al pedo todo el día pasé a no tener un minuto y mi cabeza viene atrás tratando de acomodarse a los sucesos. Para ser sincera, viene muy atrás, pero ya hablaré de eso.

Escribo simplemente para decirles que apenas pueda postearé algo como la gente. Mientras tanto les cuento que Fede está muy bien. Hace una semana y media que estamos los tres en casa. Ayer lo llevamos a control y ya pesa 2.700Kg. Si sigue así, en breve el apodo "flaco" va a parecer una ironía. Es muy tranquilo, se duerme solito en la cuna (aunque a veces le cuesta y luego no hay quién lo despierte). Come desaforadamente, en lógica relación a los meses de vacas flacas que tuvo que soportar en la panza (y no lo digo por la madre). Durante la noche duerme y si no fuera porque hay que despertarlo para comer, al menos hasta que gane más peso, creo que dormiría toda la noche. Cuando llegue ese momento, él y sus padres estarán agradecidos.

No es fácil acostumbrarse a que las cosas salgan bien.

lunes, 20 de julio de 2009

Este embarazo…

…fue una de las experiencias más difíciles que me ha tocado transitar.

Sin duda, he pasado por cosas peores, pero esta vez hubo una gran diferencia. Si bien jinete y caballo suelen llevarse muy bien, no acostumbran a intercambiar lugares. Yo siempre he sido una buena amazona. Digamos que si se trata de tomar el toro por las astas y combatir a capa y espada, me siento en mi salsa.

Estos meses han sido completamente distintos. Pusieron patas para arriba las tres espadas con las que venía resolviendo las cosas. Como si me hubieran dicho: Mirá nena, esto dejalo acá porque en este viaje no lo vas a necesitar; Pero cómo y entonces qué hago; Nada acostate acá y esperá; ¿El deseo lo puedo llevar?; Sí, eso y el cuerpo es lo único que podes traer.

Cuando se trata de ofrecer el cuerpo para que se haga con él y que los acontecimientos simplemente sucedan allí, no me resulta tan sencillo. Debo reconocer que ofrecerme como escenario pasivo de los hechos es una lucha extraña.
El deseo, en esta situación, es como una fuerza sin manos. Pero al mismo tiempo el único motor que puede sostener el escenario. El resto descansa sobre variables que no están a mi alcance. Hay que dejarse hacer y punto.

Esta espera ha sido una de las experiencias más difíciles. Está llegando a su fin y dejará marcas como todos los sucesos fuertes con los que la vida me ha topado. Intentaré, como es mi costumbre, capitalizarlo. Probablemente ese sea mi modo de volver a ser un poco el jinete.
¡Y sí, no puedo con mi genio!

* No encontré ninguna imagen del Michelin subido al caballo. Entonces no me quedó otra que poner a esta heroína. Después de todo no había tanta distancia con la realidad … Bueno, las alas del caballo, ok.

¡Feliz Día del Amigo!

La amistad es un lazo que sabe tolerar las distancias. Este espacio posibilita amistades que más que soportarla, se construyen sobre una distancia irremediable. Aunque lo fantástico del caso es que no por ello, el efecto resulte menos verdadero.
Digo, una de las cosas maravillosas de la amistad es ese sentirse acompañado, esa sensación de calor que no sólo la traen los brazos, ese rato matándose de risa aunque ambas partes tengan problemas jodidos que soportar, esa palabra que escuchas y luego decís: mirá qué bien, no se me había ocurrido, esa confianza en la seguridad del otro que aunque vaga, sostiene. Lo maravilloso de la amistad son sus efectos.

Por eso, quiero decirles a todas aquellas que han estado aquí, al pie del cañón, para terminar de cerrar el proceso que implica toda escritura, a todas quiero decirles no sólo Feliz día del Amigo, sino GRACIAS. Gracias porque a pesar de la distancia, de que con la mayoría no nos conocemos más que por el nombre cibernético que hemos elegido tener y por la parte de nuestra historia que nos hemos permitido compartir, a pesar de todo ello han tenido un gesto genial conmigo: acompañarme. Esa cosa de decir: voy a pasar a ver cómo anda Zeta ha encontrado su cede en esta Amarga Espera. Han pasado por aquí una y otra vez a escuchar la temperatura de mis locuras y no solo eso, me han regalado parte de la marca de vuestras lecturas en palabras. Todo eso para mí no tiene precio y se los agradezco enormemente.

Por eso:
¡GRACIAS y FELIZ DIA DEL AMIGO!

viernes, 17 de julio de 2009

¡Ah! Me olvidaba ... Será Federico


Estábamos en la consulta con la obstetra. Corría la semana veintipico. Ella estaba por irse de vacaciones y quería dejar algunas cosas resueltas.

- ¿Y? ¿Cómo se va a llamar?
- No sabemos todavía. No nos animamos a pensar.
- ¡¿Cómo que no?!
- (Cara de pollos mojados sin articular una sola palabra)
- A ver el apellido del padre ... mmm ... Federico.
- (Nos miramos) Federico … Es lindo. Fede…
- ¡Sí! Queda bien. Es muy masculino. (Ella, mirándonos en busca de un gesto de aprobación que no encontró) Bueno, entonces, lo anoto. En lápiz.
- (Seguíamos en silencio, Federico nos rebotaba en la cabeza como una pelota saltarina)

A partir de aquel momento no se nos ocurrió otro nombre que no fuera ese. Quedó flotando hasta la semana 30, en la que prácticamente tuve que obligar al padre a animarse a pensar el nombre. Cuando llegó el momento, la cosa se puso difícil. Fue más o menos así: Y bueno, Federico.

miércoles, 15 de julio de 2009

¡Preparate!

Para no abandonar mi habitual sarcasmo, se me ha venido a la cabeza esta palabra que tanto he escuchado estos meses y que ahora me repiten aún más, y retumba en mi atorada cabeza.
Es una suerte de imperativo. En cualquier otra situación pondría manos a la obra. Como un movimiento automático desencadenado por una sola palabra.
En esta situación juro que quisiera hacer lo mismo pero me quedo girando en falso sin saber qué hacer. Como cuando jugas por primera vez a un video juego y no sabes para dónde carajo llevar al muñequito.

Entonces me pregunto: ¿se puede estar preparado para las grandes cosas de la vida? Digo, prepararse implica cierta anticipación. Uno presume qué va a suceder, lo imagina, arma la escena en la cabeza y prepara lo que supone necesitará. Herramientas, cabeza, todo. En verdad, estoy convencida de que uno sabe qué sucedió sólo cuando mira hacia atrás. Recién ahí se puede hablar, significar. Mientras está ocurriendo no hay mucho que se pueda decir, mucho menos se puede saber qué está pasando. Todo eso es una construcción que se arma luego, a posteriori de haberlo vivido. Nadie sabe cuál será la noche inolvidable de su vida mientras está viviéndola. Pasa que nadie te dice nada, surge y te das cuenta después.
Tener un hijo, en cambio, suele ser el momento más importante de la vida de la gente y es posible sospecharlo de antemano.
Ahora bien, cómo se hace cuando verdaderamente uno no puede imaginarse la situación. Cuando no hay representación posible en la cabeza porque sencillamente es algo completamente nuevo. Cuando no hay manera de creerse que las cosas estarán bajo control. He visto niños recién nacidos, he ido a maternidades con la bolsita de regalo, lo he visto por televisión, me lo han contado. Pero mi punto de vista en todas esas ocasiones ha sido el de espectadora. Y si bien he tenido tiempo de sobra para desearlo, hoy que estoy a punto de tener el rol protagónico simplemente no puedo imaginarlo. Cuando hago esfuerzos por figurar la escena en mi cabeza, persiste cierta sensación de extrañeza porque es una imagen compuesta de retazos de experiencias ajenas.

No sé si es de madre desamorada, pero honestamente, no me imagino la cara de mi hijo. Hace unos días me sorprendí imaginándolo medio morocho y recién después de varios paseos por esas ideas me di cuenta de que las chances de que sea morocho son escasas. Yo soy rubia y mi marido castaño claro. A menos que se hayan confundido de frasquito, las posibilidades son prácticamente nulas. Me encantan los morochos, pero la genética es la genética. Ahí descubrí que la cabeza cabalgaba por un mundo inexistente, totalmente despegado a la realidad.

Por una vez hay una frase hecha que confirmo ciento por ciento: que sea sanito. Creo que no la he dicho en ninguno de los días que han compuesto este embarazo, pero hoy puedo decirles que refleja exactamente la sensación que tengo, el deseo, lo único que anhelo. No espero nada más que eso. Fíjense que estaba dispuesta a recibir a un bebé morocho, sin que siquiera me resultara extraño.
En verdad, no siento culpa de no imaginarlo. Mientras escribo se me vienen a la cabeza, ciertos años de mi adolescencia, la época de las citas a ciegas. Sin una foto era francamente imposible imaginar un rostro que nunca había visto. Y no seamos necios, a pesar de habitar en mi panza, no nos hemos visto nunca las caras. Así que bueno, pronto tendré una cita a ciegas con mi hijo. Con una gran diferencia respecto de aquellos encuentros: seguro me voy a enamorar de él. Mi hijo, en cambio, por su propio bien, tendrá que desenamorarse pronto.

martes, 14 de julio de 2009

Libre de ataduras

Veintitrés semanas atrás, un par de hilos tipo choriceros anudaban la salida de mi mayor tesoro. En lo que los médicos llaman cerclaje, unas manos expertas los entrelazaban con la intención de que al niño le fuera imposible escurrirse antes de tiempo. Desde entonces, esperaba el momento en que pudiera liberarme de ellos. Parece que no, pero convivir con unos piolines extraños es molesto a veces. Psicológicamente molesto.
Hoy, luego de unos cuantos retortijones, los hilos y yo nos dijimos adiós. Sospechaba cierto tormento, pero la verdad fue un poco más doloroso y molesto de lo imaginado. Por suerte ya pasó. El episodio no dejó más que unas acuosas perdidas rojizas, ya casi imperceptibles.
El camino está despejado ahora. ¡No me miren fuerte que exploto!

domingo, 12 de julio de 2009

¡El reposo, la luz, el agua y la put… madre que lo parió!

Ya sé que hay cosas mucho más serias, pero permítanme, esta vez, quejarme de algo absolutamente trivial. Y déjenme mostrarles cómo eso puede acabar con mi calma y hacerme sentir la persona más desdichada, sola e incomprendida del mundo.
¡¡¡Déjenme, por esta vez!!!

Los momentos placenteros del reposo no son muy abundantes, especialmente en esta etapa. Cuando los meses ya han sumado cinco, los kilos se cuentan en decenas y los días duran cien horas. Digamos que una ya está harta. Todo te viene mal. Estar sola, no estarlo, no poder moverte, que el bebé se mueva demasiado, que se mueva poco, que la perra ladre, que no lo haga, que la compu esté lenta, que se haga de noche. En fin, todo es un fastidio.
¿Qué dirían las abuelas frente a semejante cuadro de histeria desenfrenada? Por qué no te das una duchita calentita y te relajas. Bien, por una vez tendrían razón. Eran más o menos las cinco y media de la tarde, estaba sola, el sol comenzaba a caer y el ánimo también. Pensé: mejor pongo música, me doy una ducha, me perfumo, me pongo cremita y paso un momento agradable. Preparé todas las pelotudeces que tenía que llevar. Abro paréntesis de aclaración. Vivo en una casa de dos plantas que debido al reposo se ha reducido a una. Tuvimos que bajar la cama, pero la ducha me quedó arriba. Así que subo cada tanto. Mejor que no me olvide de nada porque no tengo muchos ascensos permitidos. Menos de uno por día, sino qué sentido tenía bajar la cama. Bien, cierro paréntesis. Había subido todo, puesto música y ya disfrutaba de las tibias gotas sobre mi abultado cuerpo. Mi pelo rebozaba de shampoo cuando de pronto la música se apagó y con ella las gotas se fueron de mí sin siquiera despedirse. Se cortó la luz, el agua y la puta que lo parió! ¡Puede ser!
Es importante contarles que el cráneo que construyó mi casa consideró apropiado enterrar el tanque de agua en el jardín. Es así que la única manera de que el agua suba, dado que la fe no mueve montañas (acabo de comprobarlo) es la maldita y bendita electricidad. En aquellos tiempos de construcción enterrar el tanque me pareció fantástico. ¡Qué lindo, no se ve! … ¡Estúpida! Así que cada vez que se corta la luz, automáticamente me quedo sin agua (ni fría, ni caliente, ni una gota) y lo que podría ser un hogar apacible no es más que un techo que no sirve para nada. Todo, pero todo en mi casa funciona con electricidad.
Así que aquí estoy, con una toalla en la cabeza, el pelo lleno de jabón, bata y ojotas, escribiendo a oscuras para drenar la bronca. ¡Después de todo qué otra cosa podría hacer! Con razón los escritores de antes tenían obras tan cuantiosas.

viernes, 10 de julio de 2009

¿Es el primero?

Había prometido dedicar un post a esta incómoda pregunta. Lo cierto es que cuando una anda sola con la panza por ahí (sola en el sentido de no arrastrar niños, ni cochecitos, ni mochilitas, ni nada parecido) la pregunta obligada de quienes no se resisten a los clisés es, con voz siempre aguda: ¿es el primero?
Supongo que casi todas las que gustan de pasear por estas líneas saben muy bien lo que es padecer preguntas vacías, innecesarias, hechas como quien dice “qué frío que hace” en el ascensor. Saben bien cómo se clavan hondo en el pecho y salvo en cansadas ocasiones, suelen terminar en una respuesta vaga, con una media sonrisa odiosa y maldiciones internas para la “ingenua” interlocutora. Hablo en femenino porque, digámoslo, esto es cosa de minas. Los tipos, en general, no preguntan nada.

Es un tema delicado porque, sin duda, la respuesta depende de la historia de cada quien. En mi caso, me tocó vivir dos experiencias complejas. Ustedes saben, perdimos un bebé al que tuve que parir. No fue un aborto, pasé por un parto (explicación para mentes escépticas: no se trata de mi modo de decirlo, de vivirlo, etc. En esa edad gestacional se llama parto, con goteo, contracciones, pujos, etc. Además de haberlo visto, claro) Esa vivencia lo convirtió irremediablemente en mi hijo. No me alcanzarían las palabras para definir esa sensación. Lo que sí puedo decir es que fue una experiencia en el cuerpo que cambió mi visión de la vida entera. En mi corazón y el de mi marido está clarísimo que ese bebé fue nuestro primer hijo y que somos padres a partir de aquel día.

Luego de los años y varios tratamientos, llegó este embarazo, que al comienzo prometía dos niños en lugar de uno. En la semana 8 tuvimos que aceptar que uno de ellos nos había abandonado. La verdad no sé bien qué se siente cuando esto sucede en un embarazo único. Ni hablar si eso sucede más de una vez. Tiendo a pensar que la enorme tristeza que se siente se expresa en la sensación de haber perdido un embarazo, la promesa de un hijo, no un hijo en sí. Al menos es así como yo lo sentí. Fue raro porque no dejé de estar embarazada, pero me sentía embarazada y al mismo tiempo no. Quiero decir, yo no siento que este bebé que está por nacer sea mi tercer hijo. Es para mí, claramente, el segundo. El que podría haber sido su mellizo fue una ilusión que se perdió en el camino.

Está claro que no puedo explicarle todo esto a cada pelotuda que me pregunta si es el primero. No digo que tengan mala intención. La causa suele ser la ignorancia, pero eso no ahorra la molestia. Termina sucediendo entonces, que entre pregunta y respuesta media una mirada cuyo objetivo es determinar si se trata de alguien lo suficientemente sensible como para comprender y responder con un gesto de cariño. Lo más atinado suele ser el silencio, tal vez un gesto de lamentarlo, no mucho más. Todas aquellas sospechadas de ser capaces de decir: “bueno pero este bebé está bien”, “disfrutalo”, “olvidate del pasado”, o peor “buenooo, yo perdí tres antes de Pepito y nada, siempre le dije que lo buscamos tres veces”, todas ellas reciben una respuesta escueta. Un “” mentiroso que cierra la conversación y la expulsa del universo posible de mujeres con quienes se podría establecer una relación amistosa. Todo ello no sin que el corazón se estruje por dentro, disculpándonos con ese hijo perdido por estar negando su existencia.

Por último, un llamado a la solidad. A todas aquellas que no cuenten con una razón útil que haga necesaria alguna de estas preguntas o comentarios, por favor absténganse. Pongan a funcionar la censura y nunca pregunten o digan estas cosas:

¡Qué lindo es!...pero no se parece a ninguno de los dos.
Hoy en día existe la ovo y espermodonación. Salvo que estén absolutamente seguras de que el niño no ha llegado por esa vía, o son los propios padres quienes hacen un comentario al respecto, olviden esas palabras.

No estés triste, ya vas a quedar embarazada de nuevo, van a venir otros bebes y te vas a olvidar de este
¡No! No tengo por qué olvidarlo. Las personas no se intercambian unas con otras. Si querés tapar que la vida es también un poco la muerte, problema tuyo! Sería lo mismo que decirle a alguien que acaba de perder a su padre: y bueno, ya vas a encontrar otro parecido, no te preocupes.

Ustedes… ¿para cuándo?
No todo el mundo tiene hijos cuando quiere y no tiene por qué estar dando explicaciones.

Estoy embarazada, quedé en el primer mes. Menos mal porque mirá si no podíamos. ¡Me moría!
Siempre es bueno evitar contar plata delante de los pobres, aunque uno no sepa si son pobres o no.

Fulanita no podía quedar, adoptó y se embarazó.
No se trata de adoptar un niño para luego decirle: te adoptamos a vos porque en verdad queríamos que llegara él. Así que ahora no sabemos qué hacer con vos…

¿Por qué no adoptas y listo?
Siempre pensé: y listo… ¡¿QUÉ?!

Seguramente me estoy olvidando de muchas otras situaciones muy molestas. Se aceptan donaciones.


Agregado posterior
Por favor, leer los comentarios!! Sabias mujeres han hecho sus donaciones para combatir tanta frase pelotuda que ronda por ahí. Juntas podemos hacer un universo femenino más apacible!!!!

miércoles, 1 de julio de 2009

Lo que faltaba, una pandemia.

Me pregunto si la historia que tenía para contarle a mi hijo no era suficiente. Digo, porque ahora, además tendré que decirle que sobrevivimos a una pandemia! En su lugar yo preguntaría: Mamá, que ganas de complicarte la vida ¿no tenías un momento mejor? En verdad sí tenía otros momentos pero fuiste vos quien no quiso venir (madre cagándole la vida a su hijo, momento número veintitrés).

Esto de la pandemia me produce varias reflexiones, especialmente porque desde hace dos días no se puede pensar en otra cosa. Suelo tener una visión algo escéptica y crítica sobre los hechos de la realidad. Ya lo he dicho, para mí la realidad es una construcción. Vivimos en aquello que construimos, nos construyen, compramos, etc. Si no me creen, retrocedan tres días atrás. Todas las palabras que hoy utilizamos para hablar de la porcina, estaban dedicadas a Kirchner y la aplastante derrota. Y la semana pasada, pobre Michael. De lo que estoy segura es de que las cosas no cambian tan drásticamente en dos días. El domingo teníamos tanta porcina como hoy, sólo que no teníamos tanto miedo.
Si yo fuera la de antes, la gripe porcina me parecería simplemente algo de lo que hay que cuidarse, utilizado por los medios de comunicación para orientar las conversaciones de la gente. La que soy ahora, puede pensar de ese modo, pero motivos evidentes, no escapa a la inquietud generalizada sobre el tema. Es como si mi cabeza no pudiera unir la sensación con el razonamiento.

No es para menos. El reposo me viene privando de diversas actividades que realizaría con gusto, pero ahora se han sumado dos más. No se puede encender la televisión. El bombardeo de “ya serían 45 los muertos” tiene un efecto espeluznante. Menos mal que existe National Geographic. El refugio en la compu empezó a complicarse también. Hoy me llegaron al menos cinco mails con los “si y los no” de la gripe porcina, sumados a otros tres con información de suspensión de actividades, a las que obvio, no iba a poder asistir. Hasta encontré una cuotita vengativa a todo esto: ahora no soy la única recluida. Estar en casa es lo que se debe hacer. He dejado de ser un bicho raro para convertirme en una buena alumna del Ministerio de Salud.

Y por último, cómo hacer para mantener la calma si al encender la televisión uno se encuentra con el título: Embarazadas en riesgo. ¿Más riesgo? Estoy harta de esa palabra. Si yo tenía un embarazo de alto riesgo, ahora cómo sería ¿doble riesgo? No, pero disfrutalo, es hermoso lo que te está pasando, bla, bla, bla. No se crean, también tengo un pensamiento algo más oscuro, no olviden que tengo tiempo para eso. De ninguna manera voy a permitir semejante generalización. Qué es eso de embarazadas en riesgo. Qué ¿ahora resulta que no soy una rareza? ¿Ahora están todas en riesgo? Qué se creen, que me van a venir a destronar tan fácilmente, justo ahora que estoy por dejar de estar embarazada.
¡¡¡De ninguna manera!!!

lunes, 29 de junio de 2009

Dos kilos

Nuestro flaco alcanzó los dos kilos. Es un peso en el que las cosas están bien. El doppler sigue dando bien (la uterina derecha se normalizó, ¿les conté?). Pero tampoco es para tirar manteca al techo. ¡No! Justamente manteca, con lo bien que le vendría al flacuchín una tostadita con manteca. Para 34 semanas, estamos bien, eso es todo. Ni más, ni menos.

El aparato médico que me rodea comenzó a calentar motores. Me mandaron a hacer millones de estudios, controles y consultas varias para tener la pista lista para el despegue. Y respecto del peso digamos que mi niño acaba de comenzar la pelea con su posible estadía en neonatología. Pasado este peso, tiene chances de negociarla. Con menos de eso ya tenía la tarjeta magnética adjudicada, cama y desayuno reservados. A partir de ahora, si sale al padre, tal vez terminemos con el niño en la habitación, armándole la declaración de bienes personales al neonatólogo y con una mamadera extra de dulce de leche cada mañana. Eso sí, va a tener que negociar el niño, porque el padre tiene tanto cagazo que más que un hábil comerciante, en esto, se parece al gremlin bueno, ¿se acuerdan?

sábado, 20 de junio de 2009

Esta vez, no me estaba pasando a mí.

Me dejaba llevar por un cuento de Saer. Con grata sorpresa, lo había encontrado en una de las revistas viejas y maltratadas que siempre se pueden tomar de las mesitas de las salas de espera.
De pronto se abrió la puerta de la que todos esperábamos ser llamados. Una chica salió llorando del consultorio del ecografista. No podía articular palabras. Con una voz ahogada le dijo a su marido que lo esperaría afuera. Huyó como si lejos de ese lugar fuera a encontrar el oxígeno que le faltaba, como si afuera las cosas pudieran retroceder media hora antes de salir de ese maldito consultorio. Ella y yo sabíamos muy bien que eso no ayudaría en nada.

Al rato volvió el marido. Había salido tras ella arrastrando sus piernas como quien está a punto de desmayarse. Tenía que esperar que le entregaran por escrito la mala noticia que acababan de recibir. Se sentó a mi lado. En vano, trataba de contener el llanto. Con la mirada fija en la alfombra, hablaba por teléfono y la voz se le quebraba en cada sílaba.
El cuento de Saer se llamaba “Al abrigo” y paradójicamente yo no paraba de recordar la inmensidad de vacío que se siente en esas situaciones. Como si el cielo entero fuera a desplomarse encima de uno. Me animé, le tomé el brazo, lo miré y le dije que lo sentía. Recordé dos ocasiones similares, en las que había sido yo la que salía desencajada del consultorio. Me parecía ahogarme en medio de un montón de panzas felices, todas mirándome como diciendo a nosotras nada puede pasarnos. Se ve que no quise que otro tuviera esa sensación. Quise que mi dolor sirviera para algo.
Él me miro con lágrimas en los ojos que contagiaron a los míos. Me contó que su esposa estaba embarazada de 17 semanas, que eran mellizos y que uno de ellos se iba a morir. Qué decirle que no resultara absurdo. Le conté mi historia en tres palabras pero encontré en su mirada mis propios ojos negros de tantas situaciones en las que no podía ver la luz. Nos quedamos callados. Él volvió a su dolor y yo a mis recuerdos, mezclados con cierto alivio de no ser ésta vez la protagonista de la historia.

Los caprichos de la biología no dejan de ser, a veces, una pared. Encontrarse con otros simplemente me hace saber que no estamos solos, ni ellos, ni nosotros. Es muy probable que la película de las panzas felices la vean solo unos pocos que son, por cierto, los que más ruido hacen.

martes, 16 de junio de 2009

¿Me está pasando a mí?

Quien piense que vivimos directamente en la realidad sin mediaciones, ha tenido la suerte de que realidad “real” y "psíquica" más o menos se hayan puesto de acuerdo. En verdad eso es simple suerte o feliz coincidencia. Lo cierto es que cada una cabalga en sendas diferentes. La verdadera está allí dando sustento, sí, pero de ahí a que uno acceda directamente, un abismo.
En la que normalmente estamos instalados es en la propia, la de la cabeza, la que podemos pensar, en base a la que tomamos decisiones, disfrutamos, sufrimos, etc.

Gracias a esta independencia, cada una puede ir por su lado con una distancia tal que, por ejemplo, una tenga una panza de 32 semanas y aún siga teniendo una mentalidad infértil. Quiero decir, me identifico más con eso que con los sitios de bebés y mamás.
Creo que lo que verdaderamente me sucede es que mi cabeza, al haber quemado todos los cartuchos, no logra armar una representación clara y sencilla de sí misma embarazada y pronta a parir. Entonces algunas cosas simples parecen ajenas. Puedo decir cuál es mi fecha estimada de parto, sacar cuentas y saber que faltan sólo alguna semanas, puedo incluso pensar un nombre para mi hijo, pero todo se mantiene a una cierta distancia de mí. Como si fuera por la colectora, como decía el otro día. Hablo, pero no termino de apropiármelo. Es como si yo todavía siguiera siendo la otra, esa que no puede tener hijos, que lucha sin resignarse por logar lo que quiere.
Supongo que para los grandes cambios uno no puede prepararse. Lo agarran a uno siempre mal parado. Antes de perder a nuestro primer bebé, yo nunca me había imaginado que me iba a convertir en madre en aquel parto, mucho menos que iba a pensar todas las cosas que pensé y que la vida me iba a cambiar por completo. Creo que no hay modo de imaginarlo. Allí, la realidad supera cualquier imaginación, le hace un agujero gigantesco a la cabeza y le dice: ¡¿a ver cómo te arreglas con esto?!
Es posible que me encuentre en el umbral de una situación similar en estructura, pero sin duda mucho más bella por su resultado. Y no logro acomodar mi cabeza de manera que fluya con naturalidad.

Debo admitir que entre esos cartuchos quemados de los que hablaba, hay algunos de los que no se vuelve fácilmente. No fue sencillo devolver el cochecito, apurarnos a llamar al negocio de la cuna para que no comenzaran a hacerla, guardar todas las ilusiones en una caja junto con toda la ropa y los juguetes que le había comprado. Era una soga demasiado larga que habíamos echado a correr y tuvimos que recogerla metro por metro. En cada uno se nos fue un pedacito de nosotros.
Estos días me animé a comprar algunas cosas mínimas, muy básicas. Y en ese acto no me abandona la idea: y si estoy comprando y luego tengo que guardarlo, si esto nunca adquiere el sentido que tiene, si tengo que devolverlo, si el momento que sueño en esta compra nunca llega, si estoy dando pasos en falso, etc., etc.

Tengo un recuerdo muy triste del primer embarazo. Habíamos ido con mi vieja a comprar ropita. Yo elegía pijamitas, baberos, medias, la vendedora me ofrecía de todo, argumentando en qué momentos yo iría a necesitar todo eso. A casi todo le decía que sí, pero debo admitir que en varias ocasiones pensé: y si estoy comprando y en mi panza las cosas se detuvieron.
Tres días después comenzó el infierno. Debo confesar que en aquel embarazo no tenía miedo. Aunque sí me perseguía una serie de pensamientos extraños. Todos ellos referidos a la muerte, que yo trataba de alejar una y otra vez, juzgándolos sin fundamento. En verdad, no lo tenían. La vida no lo tiene.
En este embarazo tengo mucho miedo, se me repiten como loros sensaciones de aquel. Pero hay una diferencia, esta vez, en lo más profundo de mi corazón siento que en poco tiempo estaré escuchando el llanto de mi bebé.

lunes, 8 de junio de 2009

Los kilos acumulados

Volver a decir que no me identifico con el saber popular de las embarazadas, sería aburrir otra vez con el mismo tema. Lo doy por sabido y sigo.
Bien. Qué pueden importar los kilos, si de lo que se trata es de ganarle la pulseada a la muerte. La mayoría de los temas banales me importan un pito, mientras que la salud del flaco siga bien. Aunque no es menos cierto que algunas de esas cosas no es que no existan, sino que discurren por un mundo paralelo. Una especie de colectora independiente, a la que veo, por el rabillo del ojo, digamos.
Una de esas cosas es el peso. ¿Cuántos kilos es normal aumentar? A quién le importa lo normal a esta altura. Por eso, llevo casi el doble de lo que se considera “normal” aumentar en un embarazo “normal”. Definitivamente, preferiría que fuera de otro modo, pero me tranquiliza contar con una certeza: los voy a bajar. Tal vez es loca, puede ser, pero mis certezas han sido pocas en la vida y en general las he confirmado.

Ello no quita el escozor de verme crecer cual muñeco de Michelin en forma desmesurada. Siempre fui de cara grande, imagínense ahora. ¡Menos mal que no salgo mucho!
En el primer trimestre comía por ansiedad. No lograba controlar el miedo, la alegría, la preocupación, la tristeza. Todo junto se convertía en galletitas, helados, papas fritas, etc.
En el segundo trimestre la inercia hizo lo suyo. No obstante hubo algunas semanas en que las cosas se moderaron un poco. La internación “ayudó” en ese sentido y un par de ataques al hígado, incluso restaron algunos kilos ganados, que obviamente ya han sido recuperados con creces.

Ahora, en el tercer trimestre… las frases de mujeres que supieron cargarse veinte kilos, que he escuchado por ahí eran: y bueh, si total ya está… sigo comiendo. No digo que no haya algo de cierto, pero descubrí que yo como por algo más. El flaco es flaco, pero con costumbres de gordo. Se entusiasma con los dulces, festeja en la panza con múltiples movimientos que aquietan mis fantasmas. Sucede que algunos de los millones de veces en los que estoy en casa, en pleno reposo, a veces productivo, a veces improductivo, me asalta el miedo repentino: no se mueve, estará bien, hace un rato se movió mucho, pero cuánto tiempo pasó de eso, lo que pasa es que no comí nada, estará durmiendo. Luego de una cadena de preocupaciones, probablemente infundadas, recurro al plan que debe resultar infalible. De no ser así saldría disparada a la guardia. Me como algo bien dulce y espero. Se mueve. Ah, que alivio. Media hora después, todo vuelve a empezar.

jueves, 4 de junio de 2009

Una arteria sola no hace maravillas

No hay vuelta que darle, si donde tendría que haber dos motores hay uno solo, uno no puede pretender que el resultado sea el mismo. Uno no puede pretender, pero muchas veces lo hace, hasta que te bajan de un hondazo.

Cuando nuestro amado ecografista descubrió la arteria umbilical única fue muy claro: si esto nos va a traer algún problema, va a ser en el tercer trimestre. No usa turbante, ni tira las runas, la borra del café creo que tampoco; pero creer o reventar. Dicho y hecho.
La pancita del flacucho crece por debajo de todos los percentiles que se les ocurra. Lo salva la capocha. En eso sale a la madre, je! Bueno, no es esta la circunstancia que mejor representa lo que me ha salvado mi cabeza, pero les aseguro que fue más de una vez.

De modo que le faltan unos pocos gramos para llegar al kilo y medio. Me comí un sermón de lo más acertado acerca de mis miedos exagerados. Ok. No discutí, mucho menos me defendí. Pero nadie mira al padre, que parado al lado mío tiene más miedo que ninguno. Después la loca soy yo. ¡No! Acá si estamos locos, estamos locos todos. ¡Si yo me hundo, él se viene conmigo!

domingo, 31 de mayo de 2009

¡Semana 30!

Ya estoy acostumbrada a que las cosas no salgan como las planeo. Incluso a que me pateen la pelota fuera de la cancha. No obstante, creo que hay que mantener al menos una parte del plan. Hay cosas a las que no accedo fácilmente, una de ellas es darme por vencida. Que he sufrido bastante, es cierto. Pero eso no ha sido motivo para pensar en abandonar el partido. Así que aquí estoy, festejando la llegada de la preciada semana 30, a pesar de la nueva espadita clavada en la última eco.

Las 30 semanas inauguran en mi cabeza la recta final, la cuenta regresiva. El “tratamiento” se terminará y al final me espera mi bebé, flaco, muerto de hambre, sí, pero me espera. Tal vez sirve para que vaya conociendo a la madre, que cocinando tiene la habilidad de un caniche manejando un monopatín.

Las compañeras panzonas que me adelantaban varias semanas ya están lidiando con mamaderas, pañales y chupetes. Eso me produce una sensación parecida a la que tenía en la facultad cuando esperaba para rendir un final. Llamaban al último que me precedía y sabía que la próxima vez que se abriera la temida puerta, sería irremediablemente convocada. Fijaba la mirada en la puerta, atorada en una especie de inquietud generalizada, un temblor de manos y piernas que se aplacaba recién cuando el examen comenzaba a terminar y ya podía suponer que saldría habiendo ganado la pulseada.

En fin, el flaco retomó su rutina habitual de movimientos y eso me indica que su vitalidad sigue inalterada. Vuelvo a mi inquietud habitual, esta semana un poquito más picante.

viernes, 29 de mayo de 2009

No tengo paz

Cuando quería empezar a relajarme, paf! otra vez a agachar la cabeza. En fin, seguro que no es grave, de hecho es lo que me explicó con una claridad impecable mi bendito ecografista.
La cuestión es que el flaco es cabeza dura y no quiere abandonar su condición por nada del mundo. En la última ecografía, todos los valores aumentaron menos la pancita, que por el contrario adelgazó un poquito. ¿El resultado? Aumentó menos de 100gr. en diez días, lo cual es poco para la edad gestacional.
Como yo venía tratando de relajarme y como los meses de reposo se acumulan en mis dolores de espalda, lo cierto es que la última semana me moví un poco más de la cuenta. Es muy probable que esa sea la causa (ojalá sea esa). El médico me explicó que estas cosas son muy comunes en pacientes como yo y que simplemente hay que mirarlo más de cerca (todavía más) y que aún aumentando así muy poquito, no hay mejor lugar para él que mi panza. Que estamos muy lejos de mi fantasía más cercana que es ir y que me manden de raje al quirófano.

Debo reconocer que soy una persona que piensa demasiado las cosas y que sucumbe fácilmente a pensamientos enroscados. Por ello, el problema, una vez más es mi cabeza. Los médicos hacen esfuerzos sobrehumanos para atenuar mi miedo exagerado pero no lo logran o lo hacen con resultados que se extinguen a las dos cuadras del consultorio, cuando mi capocha empieza a pasar la película de lo sucedido y a repasar las palabras escuchadas una por una, buscándoles sentidos ocultos que probablemente no tengan. Es así, como vuelvo a temer que algo malo pase, que se frene el crecimiento y que no lleguen a tiempo a sacarlo, que yo no me de cuenta de algo crucial y que pase algo malo.
En fin, que el maldito demonio me lo lleve.
Me muero de miedo y tengo la cabeza cada vez más quemada. Estoy pensando en mandar la panza sola a las ecografías, pero la tecnología no alcanzó tales adelantos.

De más está decir que estoy clavada en la cama, controlando la excelente calidad nutritiva de los alimentos. Comiendo dos almendras y una nuez por día, que no se qué carajo aportan pero parece que ayudan. Sometida a una conciencia paralela que monitorea los movimientos de manera constante, sin importar si estoy leyendo, escribiendo, mirando televisión o durmiendo. No hay cuerpo que resista, pero no lo puedo parar.