sábado, 28 de marzo de 2009

Cualquier malestar es motivo de alerta roja

Que convivo con el miedo no es una novedad. Ocurre que éste, a veces, se intensifica y produce mi escritura. Como una pieza de dominó que cae súbitamente sobre la otra, generando un efecto irremediable.
La angustia es un motor que bosqueja palabras escritas que no hacen más que intentar traducirla. La felicidad, como decía Borges, no necesita traducción. Simplemente hay que vivirla.

La mayoría de las veces mi miedo se exacerba por motivos muy sutiles, de tanta agudeza que rozan lo infundado. Otras ocasiones han sido concretos y se los he contado. En ese caso, infundado y concreto se aliaron en mi contra.
Llevaba dos días muy mal del estómago. En los encuentros con la comida habían regresado las náuseas del primer trimestre, que por desubicadas me atemorizaban. ¿Qué podrá ser? Aunque traté de ignorarlas haciéndome la superada, persistieron. Se hicieron acompañar de un malestar difuso que me tiraba aún más profundamente en la cama. Al menos me ahorraban las ganas truncas de levantarme. Al día siguiente (ayer) la cosa se puso más negra. El desayuno fue un desenfreno de naúseas. El almuerzo, se interrumpió por una súbita arcada que prometía terminar mal, aunque por suerte el alimento conservó su lugar. Durante la tarde me sentí fatal. Tenía frío a pesar de los 28º de temperatura, acompañado de malestares de todo tipo. Menos mal que el niño se movía, de otro modo hubiera terminado el la guardia como tantas otras veces.
Por la noche, presumí que un puré de papas sería lo suficientemente liviano como para soportarlo. Mi marido, con la cara desorbitada por mi inexplicable malestar se dispuso a la cocina con amor. Me trajo el plato a la cama. Estaba rico. Lástima que en esa oportunidad no fue posible conservarlo. Me sentí peor que nunca. Volví del baño pálida y sobre todo muerta de miedo.
Nadie se ha muerto de vomitar alguna que otra vez. Si no estuviera embarazada, hubiera pasado por alto todo esto. Pero en este momento todo se torna pregunta: qué estará pasando, será indicador que algo le sucede al bebe, tendré que llamar a la obstetra, será grave. Será efecto del Zitromax, los cabos cerraban, pero las situaciones más complejas seducen mucho más a mi inconciente. Me ofrece imágenes posteriores donde los médicos me dan la peor noticia y yo reprochándome por no haber hecho algo antes. Siendo consciente de que algo andaba mal y sin haber hecho nada al respecto. Atormentándome con la idea de que esos podrían ser los últimos momentos del bebe y todas las cosas que vienen después, etc.

Está claro que mi cabeza está tan quemada, que para mí el embarazo es una permanente lucha contra la muerte. Cualquier cosa puede producirla súbitamente y yo siento que no puedo bajar la guardia porque la muy guacha juega malas pasadas cuando uno menos se la espera.

La cuestión es que hoy, luego de un ayuno de más o menos catorce horas, estoy mejor. El tecito con galletitas de agua fue soportado con hidalguía, e incluso repetido en forma de almuerzo. Pasa que nada puede ser completo en esta vida. El niño hoy está más quieto. No es que no se haya movido, pero no tanto como yo necesitaría para convencerme de que nada de lo sucedido tenía que ver con él. Como para saber que ha superado los acontecimientos y ha salido ileso.
Recién, queriendo hacerme la desentendida leyendo la mejor pieza literaria a mi alcance, no pude más. Lo molesté un poco tocando la panza. Como es su costumbre, hace lo que se le canta, no respondió enseguida. Pero al ratito, pegó una de sus mejores patadas. Y yo volví a respirar, lo suficiente como para poder escribir estas líneas.

martes, 24 de marzo de 2009

El aburrimiento no es lo peor.

La mayoría de la gente tiene un pensamiento similar respecto del reposo. La mayoría de la gente que nunca tuvo que hacerlo. Yo misma, por ejemplo, hace tres o cuatro meses atrás. El pensamiento es: y bueno, estas tirada sin hacer nada, qué mas querés. La única contra es el aburrimiento.
Digamos que desde afuera se ve así. Pero como en tantas cosas, la experiencia cambia la mirada.

Reposar significa detenerse. De un día para el otro, siempre con un motivo suficiente, no quedan más alternativas que postrarse. Lo que está en juego es tan valioso que vale la pena. Eso no está en discusión. Pero lo cierto es que ese valor no desarticula otros aspectos personales que, por cierto, son los que lo sostuvieron a uno durante el tiempo transcurrido.
En mi caso, los años de infertilidad, estimularon mi –pre existente- pasión por el trabajo. Fue mi soga en más de una oportunidad. Como así también otras inquietudes como la literatura.

Hacer reposo significa dejar tu vida por un tiempo. O al menos la que venía siendo tu vida. Meses. Lo que hacías no lo haces más. Los lugares adonde ibas, no vas más. La gente a la que veías a menudo, salvo que sean de confianza y te visiten, no la verás por un largo tiempo. Si te gustaba manejar no podrás a hacerlo. No iras a caminar al atardecer. Olvidate de hacer yoga para embarazadas, grupos de reflexión y cualquier pelotudez que te haga sentir una panzona más. No harás planes para ir al teatro. Si una amiga festeja su cumpleaños o se casa, te disculparás por no poder asistir. Si pensabas ir de compras, no podrás hacerlo. Tendrás que pedirle a tu marido que afile su mal gusto, si total no vas a ir a ninguna parte. Llegas al patetismo de arreglarte en exceso y con entusiasmo (eso es lo peor) para ir al médico. Aprovechas para maquillarte, arreglarte el pelo, y ponerte la poca ropa que te entra. El resto del tiempo andas con algo suelto que no moleste en la cama.

La cabeza está lista para detener todos esos impulsos que antes eran cotidianos y libre para pensar boludeces por doquier. No se trata sólo de lamentarse por la vida suspendida sino de temer lo que pueda suceder con ella luego de todo este quilombo. Cualquier mujer que trabaja debe dejar sus ocupaciones cuando nace el niño y retomarlas unos meses más tarde, eso ya genera la incertidumbre de lo que vendrá. Sobretodo si el trabajo es independiente. Reposando todo el embarazo, es mucho más que dos o tres meses. Entre una cosa y otra será casi un año.
Desde que comencé a trabajar, jamás estuve un año sin hacerlo. He ido acumulando granitos de arena, uno sobre el otro sin detenerme. La tenacidad me caracterizaba, tanto como ahora el miedo.

Qué pasará después. Podré retomar el ritmo o me convertiré en una mujerona (he aumentado muchos kilos que temo no poder bajar luego, pero ese es otro post) aletargada que solo habla de pañales, limpieza y chismes del programa de Rial.
Los temas de conversación. Eso abre a dos cuestiones.
Una de ellas es que uno habla de lo que vive. Estando en cama no son muchas las anécdotas, ni muy interesantes. Cuando llega mi marido de trabajar, juro que reprimo esos comentarios, los de Rial, por ahora de los otros no tengo.
La otra es la disponibilidad absoluta cien por ciento del tiempo. Antes no era raro que alguien llamara a mi celular y no respondiera. Que no lo hiciera ese día y tal vez al siguiente tampoco. Ahora, el reclamo es: qué puede estar haciendo. La frase “estoy ocupada” parece haber perdido solvencia. Con un costado nefasto dentro de la pareja. En otra situación podía histeriquear un poco con el “me voy, vuelvo tarde”, “salgo con mis amigas”, que me llame y no responderle. Nada de eso existe ahora. Estoy siempre en el mismo lugar. No creo que eso sea un buen condimento para el deseo y si le sumamos los kilos ni hablar.

Así que la dificultad del reposo no es, al menos en mi caso, el aburrimiento. Siempre encuentro algo para hacer. Sino más bien lo difícil que es renunciar a todo (o casi todo) lo que antes me daba seguridad, para unirme a un barco que para mí, es el más incierto de todos.

sábado, 21 de marzo de 2009

La escritura en reposo

Confieso que una de mis mayores fantasías durante los años infértiles era que cuando estuviera embarazada iba a tener que hacer reposo, y así podría dedicarme, por fin, a la escritura.

Siempre es útil encontrar un buen motivo para quejarse. Algo en lo que se deposite el infortunio de la vida. En aquel entonces, además de no quedar embarazada me atormentaba la idea de estar dedicándome a otra cosa, en lugar de ocupar todo mi tiempo y cabeza en la literatura. Para fastidiarme un poco más, pensaba: decidir a qué dedicarme depende enteramente de mí, a diferencia del embarazo en el que intervienen fuerzas azarosas desconocidas que nunca estuvieron a mi alcance.

Ahora bien, la fantasía siempre dista de la realidad, eso lo he comprobado en más de una oportunidad. Tal vez por eso pensaba que solo tenían que obligarme a permanecer en casa para derrochar palabras en el teclado. Se trataría de sentarme y hacerlo. En la práctica es cierto, pero a decir verdad hacen falta algunas otras cosas. Fundamentalmente, estímulos. La cabeza necesita estar humedecida de ideas, situaciones, personajes, sentimientos, dificultades, etc.

El reposo atenta contra todo eso. Se ajusta perfectamente a la palabra que lo define. La mente también reposa y se produce una suerte de letargo muscular que alcanza el cerebro en su función más rica: la creación. Será porque todos los esfuerzos están puestos en el útero. Digo, la creación pasa por ese lado en esta coyuntura de mi vida. Dudo que sea una cuestión sanguínea en el sentido irrigatorio del término. Más bien, sospecho que mi cabeza está cercada por el miedo. Temer es detenerse, fantasear es avanzar flotando. Si me entrego al divagar sin fin puede que, en el camino, me ilusione con la idea de tener un hijo y en verdad no puedo tener certeza de que eso vaya a suceder. Digamos simplemente que tengo grandes chances. Será que ese temor ha interceptado también mi imaginación literaria. Escribir sobre la imposibilidad de escribir, ya es un modo de mover estratégicamente el alfil, ahora es cuestión de ver si hago jaque mate y escribo un cuento como la gente.

martes, 17 de marzo de 2009

Cronología de un embarazo de alto riesgo

Antecedente de pérdida fetal temprana, historia de infertilidad, trombofilia combinada, embarazo gemelar, detención de uno de los dos embriones, incompetencia cervical, pérdidas y contracciones, arteria umbilical única. Cualquiera de estos factores convierte a un embarazo normal, en un embarazo de alto riesgo.

¿Y todos esos factores juntos en un mismo embarazo, en una misma persona, en qué la convierten? En un manojo de miedo. Pasen y vean.

La historia de infertilidad ya la he contado a grandes rasgos. Tampoco es cuestión de convertirme en esas viejas que tratan sus enfermedades como galardones de su sufrimiento. No es mi estilo, o al menos no lo era.
Del bebé que perdimos también hablé. De la trombofilia aún no. Bien, es un rasgo de coagulación. En criollo, digamos que la sangre coagula más de lo normal. Se soluciona con la bendita heparina. En mi caso, dos inyecciones por día durante todo el embarazo y al parecer, santo remedio.
Estos detalles ya eran suficiente bagaje como para estar algo atemorizada. No es sencillo mirar el futuro sin tener en cuenta el pasado. Hasta aquí la respuesta facilista de los ignorantes era: este es otro embarazo, no tiene por qué ser parecido al anterior. Bien, tiene lógica. ¿Puede ser peor, entonces?

Tratábamos de sostener una alegría cautelosa luego de que el evatest y dos análisis de sangre habían confirmado el positivo. Había que esperar los benditos latidos. Llegada la semana 6 la ecografía arrojó un resultado inesperado. No era uno sino dos embriones latiendo con frenesí. ¿Podía ser verdad? ¿El mundo se redimía ante nosotros y luego de tanta tristeza nos llegaba la compensación? La cuestión de las compensaciones nunca me cerró. Para mí, la gente no tiene lo que se merece. Lo que tiene por ahí lo merece y lo que merece por ahí lo tiene, por ahí no. No creo en una mano superior, justiciera, que en algún momento pone las cosas en orden. Dicho esto, entenderán que no podía creerme tanta dicha. Era demasiado. Y no me equivoqué.

En la semana 8, ecografía de control. A decir verdad, llegamos con la guardia un poco baja. Habíamos hecho otra ecografía dos días antes y los gorditos latían despampanantes. Chicos, uno de los dos bebes no tiene latidos. ¡Y la puta madre! ¡Esa maldita frase otra vez! El otro bebé está bien. La gente que se enteró del embarazo por entonces no sabía si felicitarnos o darnos el pésame. Era como una media sonrisa entristecida. Luego de un fin de semana de locos en el que me había convencido de que todo terminaría mal, pude ir recobrando la calma con el correr de las ecografías, digamos normales. Uno crecía, el otro se achicaba.

La incompetencia cervical se diagnostica, entre otras cosas, por ecografía. En mi caso estaba bien, pero un flujo sospechoso llevó a mi obstetra a decidir practicarme un cerclaje. Se cose el cuello del útero para evitar que se abra antes de tiempo. Dicho así parece simple. El detalle es que se realiza en quirófano y con anestesia general. Había entrado a ese recinto aséptico muchas veces sin mayores titubeos. Entrar embarazada es otra cosa. Cuando se tiene mucho para perder, las piernas tiemblan más. Salio todo bien.

En la semana 15, una sorpresa adelantada. Mi pichoncito, me da su primer señal de vida. Siento un cosquilleo raro. Nunca había sentido algo así. No quería creerlo pero era él. Se movía y yo podía sentirlo. Ahora iba a estar más tranquila. En lugar de desear una ecografía todos los días, con una día por medio, estaría feliz. O eso pensaba.

Saber que estaba allí, ayudó. Nos habíamos relajado un poco. Mientras sentía sus cosquillas en la panza, podía dedicarme a otras cosas.

Semana 16, sábado a la mañana. Me levanté como todos los días para inyectarme la heparina. Sorpresa. Tenía pérdidas. Durante el día fueron tenues y marrones. Y para colmo el niño había decidido tomarse descanso justo ese día. No se movía o yo estaba tan loca que no distinguía un elefante de un canario.
Fuimos a la guardia. Como siempre, me trataron como una temerosa exagerada. La ecografía dio bien y respiré aliviada. Cenamos y miramos una película. Al terminar, las pérdidas se habían tornado rojo intenso, cada vez eran más abundantes y me avivé de que estaba teniendo contracciones. Mientras llamaba a la obstetra, sentí como si hubiera roto bolsa. Me mojé entera como si me hubiera hecho pis de súbito. En dos segundos y medio estábamos subidos al auto, camino a la guardia, bajo una lluvia torrencial. El mismo médico que me había tildado de miedosa estuvo veinte minutos tristísimos sacándome coágulos de un tamaño parecido a media pelota de fútbol. Mientras, nosotros ya estábamos haciendo el duelo. Por mucho menos, habíamos perdido a nuestro primer bebe. Las chances de sobrevivir de éste eran, para nuestras cabezas, nulas. Me llevaron a ecografía. Sorpresa. El bebé estaba perfecto y encima nos enteramos, contra todos mis pronósticos de género, de que es varón.
Luego de eso estuve internada cuatro días para parar las contracciones y las pérdidas. El bebe seguía bien. Y más allá de una pequeñísima imagen laminar en la placenta, nadie supo decirnos de dónde salió tanta sangre.

Vuelta a casa. Olvidate del trabajo. Reposo absoluto. Te levantas para ir al baño, para comer y nada más. Los sueños de ocupar mi cabeza en otra cosa se esfumaban. En cama no iba a hacer más que convertirme en una experta máquina registradora de movimientos del bebé. No quedaba otra. Uno se acostumbra a cosas mucho peores.
Siempre dije: si me dicen que tengo que hacer la vertical nueve meses y así el niño nace bien, lo hago. Estar en la cama es menos complicado, especialmente porque nunca me salió hacer la vertical. Igual, aprendería. No lo duden.

Llegamos a la semana 18. La ecografía y el doppler estaban bien. Ya casi nos íbamos y salió el tema de nuestro bebé anterior y su estenosis en el cordón. Entonces, el médico recordó mirar mejor este cordoncito. Tiene una sola arteria, tendría que tener dos. ¡Pero la puta, che! ¡No tenemos paz!
Arteria umbilical única. Puede ser un hallazgo sin consecuencias, nos puede llevar todo al tacho, o puede haber problemas leves o graves.
En fin, si leyeron hasta acá, se imaginan cómo salimos del consultorio, los días siguientes y los actuales.
Como todo, a esto también nos acostumbramos. Hasta no tener que ir nuevamente a la ecografía, por momentos hasta logro pensar que mi niño está bien, que nacerá fuerte y sano. Hasta que llega el día de la eco. Estoy en la sala de espera y me tiemblan las piernas.

domingo, 15 de marzo de 2009

Hay días en los que tengo más miedo que otros

No es que no se mueva. Es posible que no lo haga tanto como yo quisiera. O que los movimientos no sean tan claros como yo desearía, entonces dudo. Pienso: serán movimientos, serán gases, será otra cosa. Me estaré quedando tranquila cuando en verdad adentro sucede lo peor. Tendré que llamar a la obstetra, tendré que ir a la guardia. Y en ese caso qué les diría. No sé, tengo una sensación rara, se movió, sí, pero poco, ayer se movió más. En ese caso sería mejor que les diga: tengo miedo.

Pasa que no todos los médicos entienden que el miedo es un síntoma lo suficientemente importante como para tratar. Algunos le hacen lugar, comprenden, son tiernos. Pero otros se dedican a dar sermones inservibles que no hacen más que hundirme en la más profunda angustia de ser un maldito bicho raro. Tendría que estar tranquila, tendría que estar contenta. Las embarazadas son gente feliz. Por qué yo simplemente no puedo hacerlo. Algunos datos tengo.

Pasa que el embarazo para mí tiene un costado vertiginoso. Es convivir con la inminencia de la muerte, y solo tal vez, el milagro de la vida. Después de haber perdido un hijo y de haber tenido que aceptar que en este mismo embarazo un pichoncito se apagara, cualquier cosa puede conducirme a lo peor. Cualquier dolorcito extraño, cualquier quietud inesperada, cualquier turno dilatado con el ecografista, cualquier movimiento no autorizado para el reposo, cualquier estornudo fuerte, cualquier movimiento brusco al dormir, cualquier resfrío, cualquier fruta mal lavada, cualquier mosquito infectado, cualquier carne medio rosadita, cualquier maldición en la que no creo. Cualquier cosa puede convertirse en el enemigo letal.
Entonces, cualquier cosa me asusta. Se mueve poco, me asusta, se mueve mucho, me asusta, me distraigo un momento, me asusto y pienso uh! me olvidé, cómo va todo y comienzo a pedirle por favor que se mueva. ¿Y qué? ¡No lo hace! Ya aprendió que su madre es insoportable y al parecer no está dispuesto a darle señales de vida cada cinco segundos. Supongo que en su adolescencia esto será aún peor.
Algunos días es más fácil y otros, como hoy, el miedo me invade y no queda más que drenarlo por los dedos.

sábado, 14 de marzo de 2009

Cuatro años en cuatro párrafos

La infertilidad es un camino largo, amargo, sinuoso y sobre todo muy frustrante. Haberme topado con él fue sin duda el comienzo del final de muchas cosas, especialmente los sueños de familia Ingalls que no me atrevía a confesar pero que aún así gozaban de excelente vitalidad. Con esa misma intensidad, se fueron haciendo pedazos en una agonía lenta pero súbita. Sin retorno.

Después de dos años compuestos por millones de meses tristes y luego de una inseminación artificial, logramos lo que parecía imposible. Quedé embarazada. Así, sin más, aparecieron las dos benditas rayas.
Cuando no se tienen experiencias negras y se viene de una familia en la que las cosas malas no suceden, alcanza con un resultado positivo para creerse que el paraíso fue alcanzado y que no queda más que gozar de sus placeres. Las cosas progresaban de maravilla y yo me sentía mejor que nunca. La infertilidad era lejana y hasta por momentos parecía extraño que esa historia hubiese sido nuestra.
Por otra parte, los embarazos son vendidos como situaciones ideales. La mujer está completa, feliz y sus preocupaciones no son más que liviandades con final feliz. Pareciera que nada de la muerte estuviera involucrada en él. Si pensamos que es uno de los hechos más trascendentales de la vida, entonces no tardaremos en entender que la muerte está indefectiblemente involucrada allí. Aunque las cosas salgan bien.

Con 22 semanas de embarazo y la omnipotencia a flor de piel, fuimos a la ecografía 3D y el mundo se vino abajo. Chicos, no encuentro latidos. La paradoja de la vida y la muerte se había dado cita en mi cuerpo sin avisar. No viene al caso relatar el infierno de cuatro días que siguieron a esas palabras. Alcanza con decir que el parto me convirtió en madre y ese bebe se convirtió en mi hijo. Todos los días que siguieron, hasta hoy, fueron opacos. Aún no he podido recuperar el brillo de los colores, ni la risa a carcajadas.

Transcurridos pocos meses volvimos a ese viejo e incómodo albergue: la maldita infertilidad. Repetimos tres veces el mismo procedimiento que nos había llevado al paraíso. Pero evidentemente, había cambiado de dirección. No estábamos ni cerca de encontrarlo.
Intentamos alta complejidad. Una vez, dos veces, tres veces. Había pasado un año y medio desde la peor tragedia de nuestras vidas. Recién en el tercer intento, volvimos a encontrarnos con las dos rayas, pero el paraíso todavía no ha regresado.

Aviso

Empiezo a escribir esta historia con 19 semanas de embarazo. Claro está que la historia no comienza ahora. La desordenada cronología de este espacio estará signada entonces, por un antes, un ahora y sobre todo por un terrible temor a lo que pueda suceder después.

O escribo, o reviento… (y todavía no es momento)

El comienzo de cualquier blog, al menos en mi caso, suele obedecer a un impulso. Una necesidad que se venía gestando y de pronto toma forma de palabras que encuentran su mejor albergue en un blog. Escribir un libro sería fantástico, pero sucede que estoy en reposo absoluto y salir a buscar editores no sería una buena idea para mi obstetra de alto riesgo. Además, estos sitios acompañan casi a la perfección, la inmediatez de la ocurrencia. Desde que la idea acudió a mi cabeza al momento en que estoy publicando esto, no ha pasado más de media hora. Si hubiera tenido que esperar más, no me hubiera resultado útil. Para espera ya tengo bastante, eso está claro. De hecho, es muy probable que todo este alboroto no sea más que un modo de soportar semejante tumulto que la biología ha decidido hacer con mi cuerpo.

La escritura me ha salvado tantas veces, le he pedido tantos favores, ha traducido tantas lágrimas malogradas, ha soportado tanta indiferencia estúpida y soberbia de mi parte sin haberme reclamado un centavo, que no he titubeado en convocarla una vez más.
Una vez más, la crudeza viaja por mis dedos hacia la pantalla para devolverme un objeto mejorado de mi propia angustia.

Bienvenidos a mis letras más hondas.