lunes, 29 de junio de 2009

Dos kilos

Nuestro flaco alcanzó los dos kilos. Es un peso en el que las cosas están bien. El doppler sigue dando bien (la uterina derecha se normalizó, ¿les conté?). Pero tampoco es para tirar manteca al techo. ¡No! Justamente manteca, con lo bien que le vendría al flacuchín una tostadita con manteca. Para 34 semanas, estamos bien, eso es todo. Ni más, ni menos.

El aparato médico que me rodea comenzó a calentar motores. Me mandaron a hacer millones de estudios, controles y consultas varias para tener la pista lista para el despegue. Y respecto del peso digamos que mi niño acaba de comenzar la pelea con su posible estadía en neonatología. Pasado este peso, tiene chances de negociarla. Con menos de eso ya tenía la tarjeta magnética adjudicada, cama y desayuno reservados. A partir de ahora, si sale al padre, tal vez terminemos con el niño en la habitación, armándole la declaración de bienes personales al neonatólogo y con una mamadera extra de dulce de leche cada mañana. Eso sí, va a tener que negociar el niño, porque el padre tiene tanto cagazo que más que un hábil comerciante, en esto, se parece al gremlin bueno, ¿se acuerdan?

sábado, 20 de junio de 2009

Esta vez, no me estaba pasando a mí.

Me dejaba llevar por un cuento de Saer. Con grata sorpresa, lo había encontrado en una de las revistas viejas y maltratadas que siempre se pueden tomar de las mesitas de las salas de espera.
De pronto se abrió la puerta de la que todos esperábamos ser llamados. Una chica salió llorando del consultorio del ecografista. No podía articular palabras. Con una voz ahogada le dijo a su marido que lo esperaría afuera. Huyó como si lejos de ese lugar fuera a encontrar el oxígeno que le faltaba, como si afuera las cosas pudieran retroceder media hora antes de salir de ese maldito consultorio. Ella y yo sabíamos muy bien que eso no ayudaría en nada.

Al rato volvió el marido. Había salido tras ella arrastrando sus piernas como quien está a punto de desmayarse. Tenía que esperar que le entregaran por escrito la mala noticia que acababan de recibir. Se sentó a mi lado. En vano, trataba de contener el llanto. Con la mirada fija en la alfombra, hablaba por teléfono y la voz se le quebraba en cada sílaba.
El cuento de Saer se llamaba “Al abrigo” y paradójicamente yo no paraba de recordar la inmensidad de vacío que se siente en esas situaciones. Como si el cielo entero fuera a desplomarse encima de uno. Me animé, le tomé el brazo, lo miré y le dije que lo sentía. Recordé dos ocasiones similares, en las que había sido yo la que salía desencajada del consultorio. Me parecía ahogarme en medio de un montón de panzas felices, todas mirándome como diciendo a nosotras nada puede pasarnos. Se ve que no quise que otro tuviera esa sensación. Quise que mi dolor sirviera para algo.
Él me miro con lágrimas en los ojos que contagiaron a los míos. Me contó que su esposa estaba embarazada de 17 semanas, que eran mellizos y que uno de ellos se iba a morir. Qué decirle que no resultara absurdo. Le conté mi historia en tres palabras pero encontré en su mirada mis propios ojos negros de tantas situaciones en las que no podía ver la luz. Nos quedamos callados. Él volvió a su dolor y yo a mis recuerdos, mezclados con cierto alivio de no ser ésta vez la protagonista de la historia.

Los caprichos de la biología no dejan de ser, a veces, una pared. Encontrarse con otros simplemente me hace saber que no estamos solos, ni ellos, ni nosotros. Es muy probable que la película de las panzas felices la vean solo unos pocos que son, por cierto, los que más ruido hacen.

martes, 16 de junio de 2009

¿Me está pasando a mí?

Quien piense que vivimos directamente en la realidad sin mediaciones, ha tenido la suerte de que realidad “real” y "psíquica" más o menos se hayan puesto de acuerdo. En verdad eso es simple suerte o feliz coincidencia. Lo cierto es que cada una cabalga en sendas diferentes. La verdadera está allí dando sustento, sí, pero de ahí a que uno acceda directamente, un abismo.
En la que normalmente estamos instalados es en la propia, la de la cabeza, la que podemos pensar, en base a la que tomamos decisiones, disfrutamos, sufrimos, etc.

Gracias a esta independencia, cada una puede ir por su lado con una distancia tal que, por ejemplo, una tenga una panza de 32 semanas y aún siga teniendo una mentalidad infértil. Quiero decir, me identifico más con eso que con los sitios de bebés y mamás.
Creo que lo que verdaderamente me sucede es que mi cabeza, al haber quemado todos los cartuchos, no logra armar una representación clara y sencilla de sí misma embarazada y pronta a parir. Entonces algunas cosas simples parecen ajenas. Puedo decir cuál es mi fecha estimada de parto, sacar cuentas y saber que faltan sólo alguna semanas, puedo incluso pensar un nombre para mi hijo, pero todo se mantiene a una cierta distancia de mí. Como si fuera por la colectora, como decía el otro día. Hablo, pero no termino de apropiármelo. Es como si yo todavía siguiera siendo la otra, esa que no puede tener hijos, que lucha sin resignarse por logar lo que quiere.
Supongo que para los grandes cambios uno no puede prepararse. Lo agarran a uno siempre mal parado. Antes de perder a nuestro primer bebé, yo nunca me había imaginado que me iba a convertir en madre en aquel parto, mucho menos que iba a pensar todas las cosas que pensé y que la vida me iba a cambiar por completo. Creo que no hay modo de imaginarlo. Allí, la realidad supera cualquier imaginación, le hace un agujero gigantesco a la cabeza y le dice: ¡¿a ver cómo te arreglas con esto?!
Es posible que me encuentre en el umbral de una situación similar en estructura, pero sin duda mucho más bella por su resultado. Y no logro acomodar mi cabeza de manera que fluya con naturalidad.

Debo admitir que entre esos cartuchos quemados de los que hablaba, hay algunos de los que no se vuelve fácilmente. No fue sencillo devolver el cochecito, apurarnos a llamar al negocio de la cuna para que no comenzaran a hacerla, guardar todas las ilusiones en una caja junto con toda la ropa y los juguetes que le había comprado. Era una soga demasiado larga que habíamos echado a correr y tuvimos que recogerla metro por metro. En cada uno se nos fue un pedacito de nosotros.
Estos días me animé a comprar algunas cosas mínimas, muy básicas. Y en ese acto no me abandona la idea: y si estoy comprando y luego tengo que guardarlo, si esto nunca adquiere el sentido que tiene, si tengo que devolverlo, si el momento que sueño en esta compra nunca llega, si estoy dando pasos en falso, etc., etc.

Tengo un recuerdo muy triste del primer embarazo. Habíamos ido con mi vieja a comprar ropita. Yo elegía pijamitas, baberos, medias, la vendedora me ofrecía de todo, argumentando en qué momentos yo iría a necesitar todo eso. A casi todo le decía que sí, pero debo admitir que en varias ocasiones pensé: y si estoy comprando y en mi panza las cosas se detuvieron.
Tres días después comenzó el infierno. Debo confesar que en aquel embarazo no tenía miedo. Aunque sí me perseguía una serie de pensamientos extraños. Todos ellos referidos a la muerte, que yo trataba de alejar una y otra vez, juzgándolos sin fundamento. En verdad, no lo tenían. La vida no lo tiene.
En este embarazo tengo mucho miedo, se me repiten como loros sensaciones de aquel. Pero hay una diferencia, esta vez, en lo más profundo de mi corazón siento que en poco tiempo estaré escuchando el llanto de mi bebé.

lunes, 8 de junio de 2009

Los kilos acumulados

Volver a decir que no me identifico con el saber popular de las embarazadas, sería aburrir otra vez con el mismo tema. Lo doy por sabido y sigo.
Bien. Qué pueden importar los kilos, si de lo que se trata es de ganarle la pulseada a la muerte. La mayoría de los temas banales me importan un pito, mientras que la salud del flaco siga bien. Aunque no es menos cierto que algunas de esas cosas no es que no existan, sino que discurren por un mundo paralelo. Una especie de colectora independiente, a la que veo, por el rabillo del ojo, digamos.
Una de esas cosas es el peso. ¿Cuántos kilos es normal aumentar? A quién le importa lo normal a esta altura. Por eso, llevo casi el doble de lo que se considera “normal” aumentar en un embarazo “normal”. Definitivamente, preferiría que fuera de otro modo, pero me tranquiliza contar con una certeza: los voy a bajar. Tal vez es loca, puede ser, pero mis certezas han sido pocas en la vida y en general las he confirmado.

Ello no quita el escozor de verme crecer cual muñeco de Michelin en forma desmesurada. Siempre fui de cara grande, imagínense ahora. ¡Menos mal que no salgo mucho!
En el primer trimestre comía por ansiedad. No lograba controlar el miedo, la alegría, la preocupación, la tristeza. Todo junto se convertía en galletitas, helados, papas fritas, etc.
En el segundo trimestre la inercia hizo lo suyo. No obstante hubo algunas semanas en que las cosas se moderaron un poco. La internación “ayudó” en ese sentido y un par de ataques al hígado, incluso restaron algunos kilos ganados, que obviamente ya han sido recuperados con creces.

Ahora, en el tercer trimestre… las frases de mujeres que supieron cargarse veinte kilos, que he escuchado por ahí eran: y bueh, si total ya está… sigo comiendo. No digo que no haya algo de cierto, pero descubrí que yo como por algo más. El flaco es flaco, pero con costumbres de gordo. Se entusiasma con los dulces, festeja en la panza con múltiples movimientos que aquietan mis fantasmas. Sucede que algunos de los millones de veces en los que estoy en casa, en pleno reposo, a veces productivo, a veces improductivo, me asalta el miedo repentino: no se mueve, estará bien, hace un rato se movió mucho, pero cuánto tiempo pasó de eso, lo que pasa es que no comí nada, estará durmiendo. Luego de una cadena de preocupaciones, probablemente infundadas, recurro al plan que debe resultar infalible. De no ser así saldría disparada a la guardia. Me como algo bien dulce y espero. Se mueve. Ah, que alivio. Media hora después, todo vuelve a empezar.

jueves, 4 de junio de 2009

Una arteria sola no hace maravillas

No hay vuelta que darle, si donde tendría que haber dos motores hay uno solo, uno no puede pretender que el resultado sea el mismo. Uno no puede pretender, pero muchas veces lo hace, hasta que te bajan de un hondazo.

Cuando nuestro amado ecografista descubrió la arteria umbilical única fue muy claro: si esto nos va a traer algún problema, va a ser en el tercer trimestre. No usa turbante, ni tira las runas, la borra del café creo que tampoco; pero creer o reventar. Dicho y hecho.
La pancita del flacucho crece por debajo de todos los percentiles que se les ocurra. Lo salva la capocha. En eso sale a la madre, je! Bueno, no es esta la circunstancia que mejor representa lo que me ha salvado mi cabeza, pero les aseguro que fue más de una vez.

De modo que le faltan unos pocos gramos para llegar al kilo y medio. Me comí un sermón de lo más acertado acerca de mis miedos exagerados. Ok. No discutí, mucho menos me defendí. Pero nadie mira al padre, que parado al lado mío tiene más miedo que ninguno. Después la loca soy yo. ¡No! Acá si estamos locos, estamos locos todos. ¡Si yo me hundo, él se viene conmigo!