domingo, 5 de abril de 2009

Las salas de espera

Los médicos que me atienden, al parecer, son buenos. No lo digo yo, lo dicen sus salas de espera. Es cierto que esperar dos horas para ver a alguien no es divertido pero si más de cinco personas lo hacen en más de más de dos oportunidades, algo de lo que sucede allí debe valer la pena. Tanta gente no puede estar equivocada.
Aunque el tema de hoy no son ellos, sino los recintos donde nos apilonamos esperando para verlos.

Las esperas del obstetra tienen, como otras, sus particularidades. De ellas voy hablar, de qué otra cosa sino.
Se trata de una escena, por lo general silenciosa en la que, quien pueda desmentirlo que lo haga, en menos de quince minutos cada cabeza comienza a tejer el escenario de personajes.
Yendo de lo general a lo particular, la distribución de los asientos merece una mención especial por el singular dinamismo que le da a la escena, similar a la rotación en un partido de volley.
Muchas de las mujeres van acompañadas de sus maridos. Estos se sientan amorosamente al lado de ellas. Los minutos se inflan, la gente va llegando, hasta que llega un momento en el que no hay más lugares disponibles. Suena el timbre, entra otra mujer, que con o sin panza es tratada como embarazada (a veces esto no es así y merecerá un comentario aparte). Entonces, alguno de los hombres automáticamente se levanta, aún cuando la mujer todavía se entretiene con la secretaria. Luego ésta agradece el asiento o directamente lo toma como quien se apodera de aquello que le pertenece y alguien le había quitado.
El médico hace pasar a la paciente siguiente y vuelve a quedar un lugar disponible. El hombre se sienta, ahora, lejos de su mujer.
La escena se repite. Esta vez se levantan dos, el mismo que antes -evidentemente el más educado- y otro que guardaba culpa por haberse quedado inmóvil la vez anterior. La nueva embrazada elige uno de los lugares. Ambos hombres permanecen parados, no es fácil decidir quién es real merecedor del lugar. Peso y edad no cuentan en este caso. Luego de un rato el más desfachatado se sienta. La mayoría de las veces coincide con el que guardaba culpa en el primer episodio. Como en el caso de las mujeres, hombres hay de todos los estilos. Está el que se levanta con el sonido del timbre, el que lo hace con cierta demora, el que se hace el distraído hablando con su mujer, el que se queda parado aún teniendo asiento disponible (este suele coincidir con el que se para con el timbre), el que saca la notebook y se hace el ocupado. Es así como los asientos van variando de dueño según la circunstancia. Quien empieza sentado al lado de la puerta termina junto a la ventana, luego en medio de marido y mujer, y más tarde -con suerte-, dentro del consultorio haciendo lo que verdaderamente tenía que hacer allí.

Me refería recién a situaciones que no por embarazosas indican embarazo. Es cierto que la mayoría de las mujeres que acuden a estos consultorios están en estado, pero hay un pequeño porcentaje que se apartan de la regla. Lo más común y menos doloroso son las que ya parieron, que conservan las vísceras distendidas y semejan un embarazo de cuatro meses. Esas podrían permanecer paradas tranquilamente a menos que hayan tenido una cesárea reciente o que traigan a su niño en brazos. Lamentablemente hay otros casos menos afortunados. Visitan al obstetra mujeres que han perdido sus embarazos, que vienen de una ecografía en la que no han encontrado latidos, que no habían llegado a la primer consulta con el obstetra y ya necesitan un legrado, que pasaron por el infierno de haber parido a un hijo muerto y no les queda otra que realizar los controles como si el niño llorara en sus casas. También son tratadas como embarazadas, instadas compulsivamente a disfrutar de la espera cuando sólo querrían borrarse del mapa obstétrico y pretender que ninguna mujer puede tener hijos. Las embarazadas felices no saben de estas cosas.
Queda claro que en cualquier antesala obstétrica una panza abultada o inexistente no es suficiente garantía de nada.

Ya he hablado de los hombres, de los médicos, del circuito rotativo de asientos, me quedan las supuestas protagonistas: las mujeres.
Como decía al comienzo, la espera, además de fundir los ojos en viejas revistas de chimentos, consiste en armar personajes.
En este caso el universo se divide en tener o no tener panza. Cuanto más grande mayor soberanía. Al cruzar la puerta las miradas tienen una orientación directamente abdominal. Recién después se instalan en la vestimenta de la portadora de la panza. De haber sido otro el contexto, la ropa hubiera sido la prioridad.

A las que llegan sin panza, no les queda otra alternativa que la timidez. El terreno está tomado por las panzonas, avezadas en el arte de parir. Se sientan con discreción y miran a su alrededor. Algunas soñando en convertirse en aquellas y otras en actitud defensiva, caminando con hastío como diciendo “yo también estoy embarazada”. Otras, futuras madres felices, desembolsan sus propias revistas cuyos títulos no se alejan de Mama y bebe, Ser madre hoy, Ser padres, Crianza Fácil, Tenga un bebe ahora mismo, etc.
Por supuesto, hay otras que sin sentirse sapo de otro pozo, están allí muertas de miedo.

Inmediatamente luego de las sin panza, hay un pequeño grupo al que llamaría: las panzas de ravioles. Son difíciles de distinguir de las que acaban de parir, si no fuera por su actitud. Estas últimas más que soberanas, son veteranas y se mueven como pez en el agua. Las de ravioles no. Como en el grupo anterior las hay felices, que si la sala es de ecografía y les acaban de decir el sexo del bebé, no paran de llamar a familiares, amigos, conocidos para informar con esa frase que parece tan simple pero tan extraña para quienes tuvimos que lamentar pérdidas: “vamos a tener una nena”. Con una certeza que estremece como si nada del universo pudiera contraponerse a ello. La frase de los temerosos es más escueta: “es una nena”. Si la vamos a tener no lo sabemos, sería el pensamiento que la acompaña.
Las panzas de ravioles pasan fácilmente desapercibidas en el mundo exterior, por lo que probablemente nadie les de el asiento en el subte.

En tercer lugar, hay un grupo que ya ha conquistado una fisonomía que no deja lugar a dudas. Las panzas medianas. Ya son lo suficientemente redondas como para no dudar su procedencia y no tan exorbitantes como para sospechar la inminencia del tripulante. Este grupo es numeroso y desconozco sus motivos. Dentro de ellas están las que leían revistas maternales, que debido a que su certeza lleva meses de confirmación, han redoblado su felicidad ingenua. Llegan con cara de embarazada, sonrientes, vestidas de con pantalones de gimnasia y zapatillas. Qué otra cosa pueden tener que hacer más que ocuparse del niño que está por llegar. La vida les sonríe. Una desviación de este grupo son las felices, pero trabajadoras. El embarazo no les ha deparado ningún inconveniente, ni se les ocurre que eso pueda suceder, de modo que cargan con sus panzas dentro de ropa ejecutiva, tacos, maquillaje y agitadas conversaciones telefónicas durante la espera. En ocasiones estas dos se ponen a charlar durante la espera, tal vez se suma alguna otra a la charla. Ríen sin medida, comentándose cómo se llamará el niño, cuál es la fecha probable de parto y cuál suponen ellas que será, las cosas que harán luego de parir, etc.
Entre las panzas medianas, las hay también más calladas. Esas que por serias uno no sabe si tienen miedo, si están cansadas de tanta espera, si están molestas por la conversación. A veces, alguien como yo comete el error de suponer que se trata de una atemorizada como yo. Hasta que llega otra con su marido y el recién nacido. Se ponen a charlar y mirando primero al niño y luego a ellos con ojos desconfiados, les dice: “pero tiene ojos claros! ¿Y ustedes?”. Los pardos padres atribuyen el atributo a los abuelos y es sencillo descubrir que la que parecía temerosa, era solo cara de culo y no tenía la menor idea de lo que es la donación de gametas.

Por último encontramos el grupo de panzas exorbitantes, esas que están a punto de estallar. Vienen en zapatillas, con pantalones de algodón, ropa suelta, botellas de agua o Gatorade. Algunas se cansan al menor esfuerzo y otras pareciera que hubieran nacido así. Dentro de éstas, si bien ya tienen motivos para sentirse confiadas de que el bebé llegará a término, hay comentarios que dejan distinguir perfectamente la historia previa de ese embarazo, como así también su desarrollo. Son madres ingenuas felices cualquiera que diga riéndose las siguientes cosas: que el bebe tiene circular de cordón al cuello, que tiene diabetes gestacional y que el marido come facturas delante de ella, que lleva más de cuarenta semanas y el bebé no quiere salir, que tiene presión alta, etc.

Son madres muertas de miedo las que permanecen calladas, no por antipatía sino por escasa aparición de otras de su especie con las cuales identificarse y hablar.
Me imagino que a esta altura ya habrán adivinado cuál de todas soy yo.

2 comentarios:

Virgin dijo...

te entiendo tanto. Entro en tu grupo, besos.

Zeta dijo...

Menos mal!!! somos más de las que parecemos. Besos.