lunes, 21 de septiembre de 2009

Y dale con el quirófano

La gente normal suele bautizar a sus hijos. Les dona, en esa ceremonia, cierta pertenencia; a una religión, a un apellido, un linaje, etc. Nosotros hemos evidenciado cierta atracción por los quirófanos. Por ello y porque ni locos le negamos algo al niño, arreglamos todo para que Fede no se privara de tamaña experiencia. De paso quedaba bautizado y se salvaba del limbo pronto. Matábamos varios pájaros de un tiro. Eso siempre es tentador.

Tanto el pediatra como un doctor con oportuno apellido Cuervo coincidían en que tenía una hernia inguinal, que según nos explicaron con dibujito y todo, era una bomba de tiempo. Podía estallar ya, o no hacerlo nunca. Qué prefieren, nos pregunto. Esperar a ver si explota o quitarle la mecha con pólvora y todo. Decisiones simples que uno enfrenta en la vida. Seis días después estábamos internando al enano.

El bautismo duró mas o menos una hora. Fede solito en el quirófano, mientras la que explotaba era la madre. Cuando se lo llevaron, ella lloró como si la guerra lo esperara. Tal vez se confundió por los atuendos verdes. En esas circunstancias uno no distingue a Rambo de Poncharello.
Cuando el médico apareció sonriente por la puerta del ascensor que venía de Vietnam, la flamante madre volvió a respirar. Todo había salido bien. Las armas estaban siendo depuestas. Pero como toda guerra, no se termina de un momento al otro. Fue necesario que Fede durmiera en la madriguera de neo una noche. Una sensación horrible de que el tiempo había vuelto atrás como a quien le toca “retrocede veinte casilleros” en el juego de la oca. La madre había explotado y las esquirlas alcanzaron a enfermeras varias, de las que todo le molestaba.
Éstas locas vestidas de blanco le quitaban la soberanía sobre el pichón. Que dame más leche, que sáquenle el suero, que tiene la batita toda mojada, que estos pañales baratos están hechos con las bolsas del súper y le irritan la colita, etc. Fastidios varios que las enfermeras soportaban. Algunas estoicas, otras más o menos.

Al día siguiente, Fede volvió a casa con una venda en la ingle y otra en las bolas. Heridas de combate, que va a ser. Se hizo hombre nomás. Con todo esto, tal vez me abandona antes. Y bueh… Después de todo, el destino de las madres es ser abandonadas, así que para qué dilatar las cosas.

Ah... me olvidaba un detalle. El día que lo operaron, llovía. A cántaros.

lunes, 14 de septiembre de 2009

¿Y dónde está la madre?

Mi madre siempre supo qué hacer, dónde hacerlo y cómo. Siempre tenía tiempo para sus hijos y nunca le costaba dedicarse a nosotros. Algunas veces usó la palabra sacrificio pero supongo que debíamos tomarlo como una manifestación de su amor incondicional que con el tiempo salió un poco caro. Tal vez hubiera preferido algo más barato como para que la hipoteca se terminara antes.

Dicen que cuando una se convierte en madre, se produce una fuerte identificación a la propia madre como para saber por dónde empezar. En mi caso la maternidad es un mundo totalmente desconocido. No tuve certezas como las de mi madre, salvo para saber, durante varios años, que no sería fácil convertirme en madre. Hoy, que acabo de tener un hijo sigo pensando que convertirse en madre no es sencillo. Ser madre es una construcción que no sé bien cuándo comienza. Para algunas será con la noticia del embarazo, otras en el parto. En mi caso comenzó cuando nos encontramos con mi hijo, acrílico de la incubadora mediante, algunas horas después de su nacimiento. Antes de eso debo haber hecho cosas de madre, pero yo no las siento especialmente así.

A diferencia de mi madre, me han habitado más preguntas que respuestas. Creo que después de muchos años de preguntarme donde está el hijo que no llega, hoy puedo resolverlo rápido cuando lo escucho llorar. Lo que no tenía previsto era preguntarme dónde esta la madre. Supongo que anda preguntándose qué es la maternidad y no bien se clarifiquen las ideas aparecerá con todo su ser. De hecho, está escribiendo para que eso suceda. La escritura tiene efecto de coordenadas. No se bien qué me pasa, lo escribo y luego lo leo para enterarme.

Las creencias populares suelen complicar las cosas. Una que me ha perseguido es que la gente feliz debe estar en algún lado al que yo no he sido invitada.
En los últimos años de infertilidad la frase se completó pensando que la gente feliz era toda aquella que podía tener hijos. Yo, no sólo que no estaba invitada sino que ni que pagara me dejaban entrar. Finalmente parece que hice algún contacto con los patovicas de la puerta y me dejaron pasar. ¿Qué decirles? No encontré a la gente feliz, mucho menos una fiesta. Me vengo a enterar adentro que la fiesta hay que construirla. La mesa no estaba servida. Estaba todo por hacer. Mi encuentro con la maternidad es exactamente así, está todo por hacer.

A contramano de cualquier saber popular, creo que la maternidad es una construcción singular de cada mujer en la que una siempre se encuentra con una mesa vacía. Hay quienes la llenan de comida hecha o buñuelitos viejos. Yo, que no cocino, esta vez voy a hacer todo casero. Mi ingrediente fundamental es la libertad. Quise ser madre para que mi hijo fuera libre. Incluso libre de mí. Es una práctica complicada porque consiste en poder diferenciar mis necesidades de las de él, para hacer prevalecer las últimas, obvio. Parece que es muy pronto para semejante meditación pero fíjense un ejemplo sencillo. Le estaba poniendo una ropita que me encanta. Cuando ya estaba listo, ví que le quedaba visiblemente chico, de manera que no podía estirar completamente sus piernas sin que los deditos del pie se vieran empujados hacia delante. No se quejaba, pero que la ropa era chica, era chica. El primer impulso fue se lo dejo, mira que lindo que es. Acto seguido rebobiné y dije eso es para mi, seria un deleite para mis ojos, pero una incomodidad para él. Se lo cambie por algo mas cómodo. Situaciones como esa, miles. Solo en algunas me descubro. En muchas le debo dejar el conjuntito apretado y me daré cuenta en diecisiete, dieciocho años, cuando me lo reproche a los gritos. Por eso creo que soy verdaderamente madre esas veces que me descubro, que lo dejo libre de mis caprichos.
Para mi ser madre no es un título, ni una cucarda que una se gana, ni siquiera un estado permanente. Es una función que se ejerce a veces cuando una pudo superar situaciones diversas que ponen a prueba la estantería.

Me gusta que otros lo tengan en brazos. Quiero que se acostumbre a que en el mundo hay otros que pueden quererlo y mimarlo, pero reconozco que cuando otra lo mece tan bien como yo, temo. He sentido temor de resultar prescindible. De que él se acostumbre a otros brazos y olvide los míos. ¿Qué hice? Nada. Supongo que fui madre en ese instante porque me quedé solita con mi temor y mi angustia, seguí contemplándo a la otra con mi hijo y entendí que mi función de madre también es posibilitarle esos otros momentos. No ser madre hubiera sido arrebatárselo de los brazos y quedármelo para mi solita, asegurándome de que nadie podría cuidarlo como yo, pues nadie tendría la oportunidad de hacerlo.

El universo ha cambiado


En mi escritorio siempre hubo muchas cosas. Ahora se ha sumado una más que le da un toque, digamos, particular.

Aquí lo tienen a Fede nadando entre mis cosas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

¿Y ahora? ¿Qué carajo hago con el blog?

Ya lo decía mi madre en mis años infantiles: ¡no te compres justo, que después te queda chico enseguida! Vaya si era molesta esta recomendación gritada desde afuera del probador como quien simula no manejar el barco, cuando en verdad es el capitán.

¿Qué hago con La Amarga Espera?
Es un espacio que surgió en un momento de desesperación, presa de una voluntad irrefrenable de escribir, que por cierto tenía todo el tiempo del mundo para desarrollarse. Compré así, sin pensar demasiado si me iba a quedar chico, si me combinaba con otra cosa, si me iba a servir para la temporada siguiente. Ahora mi madre me diría: ¿viste? te dije. La Zeta de antes se hubiera sentido una boluda, la Zeta de ahora la mandaría a la mierda.

Bueno, pero la disyuntiva la tengo de todos modos. Lo que terminó sucediendo es que este espacio fue adquiriendo su propio valor. Me divirtió mucho tornar la amargura en ironía, a veces en humor negro. Me encantó que hubiera otros que los disfrutaran y encima que me lo dijeran.
Puedo hacer dos cosas, tres mejor dicho. Una, buscar otro nombre, más acorde a la situación, llevar todas mis cosas para allá y desear que quieran acompañarme. Dos, seguir acá, bancarme el nombre o conservarlo como un recuerdo y seguir dándole a las palabras. Tres, dejarme de joder, volver a la habitual seriedad, cerrar lo que fue pensado para unos meses y escribir cosas más solemnes relacionadas con mi profesión en espacios más acordes. Sería algo así como no querer hacer durar más la novela, sólo porque tuvo rating. Los resultados suelen ser un patético menjunje, condenado al fracaso.
No crean que mi histeria desenfrenada ha desaparecido. No me convence ninguna de las tres.

Creo que voy a optar por la segunda y ver qué onda. Pueden echarme si quieren. Si no lo hacen y eligen abandonarme también sabré entender el mensaje, sólo es cuestión de tiempo.
Ahora bien, enfrento un problema crucial. ¿Sobre qué escribo? Dos dificultades. Una, mi vida en sí no es tan interesante como para generar seguidores. Dos, la felicidad no necesita ser transmutada, decía Borges. Hasta ahora el miedo y la amargura fueron la tinta de esta pluma. ¿Y ahora? Desconocerme, el desorden, la rareza, la maternidad son cosas que me dan vueltas en la cabeza. Tal vez arranque por ese lado.
¡¡¡¿Qué será de mí ahora?!!!

viernes, 4 de septiembre de 2009

El sabor del encuentro

Me ayudas a pararme. Le escribí a la enfermera. La anestesia había tenido la amabilidad de devolverme mis piernas y poder conocer a mi hijo requería que yo al menos pudiera arrastrarme hasta una silla de ruedas.
La amable mujer accedió a mi pedido. Pudo disimular la risa de haberme visto envejecer treinta años en tres horas. Supongo que eso será frecuente en su trabajo, tanto como contener las carcajadas millones de veces.

Yo suponía que estaría dolorida, lo que no me había imaginado era que tardaría días en recuperar la posición erguida. Ciento veinte grados era la máxima apertura entre el torso y las piernas. Mientras tanto debía contentarme con circular cual autralopithecus en bata y pantuflas, por los pasillos del sanatorio. Neonatología quedaba más lejos de lo que yo pensaba. Mi habitación, si lo comparáramos con un teatro, estaba en platea, pero fila setenta. En verdad, lo descubrí cuando tuve que caminar toda esa distancia luego de enterarme que mi ruda obstetra le había prohibido a las enfermeras facilitarme la silla de ruedas. Silla, que en cualquier otro momento sería tan temida como Freddie Kruger, en esta circunstancia se había convertido en las piernas que no tenía.

Llegamos. La neo era un lugar donde todo el mundo sabía qué hacer menos nosotros. Dónde lavarse las manos, buscar los camisolines, la enfermera con la que hay que hablar, dónde es el lactario (¿qué es eso?), en qué horarios se puede entrar y en cuáles no, etc. Esa sensación es siempre angustiante. Luego de algunos días la superamos y hasta guiamos a padres novatos.

Igriega empujaba mi silla, mientras yo miraba a mi alrededor como chico en parque de diversiones recién inaugurado. Se abrieron algunas puertas hasta que entramos a un recinto en el que había muchas peceras tapadas con frazaditas celestes. Yo pensaba me van a decir es éste y yo ¿podré saber si es o no?. O me podrían dar a cualquier chico que yo lo iba a tomar por bueno. ¡¿Qué clase de madre era yo si no podía reconocer a mi hijo?!
Igriega ya sabía a qué pecera ir. No recuerdo si él o la enfermera levantaron la frazadita. Ahí estaba. Boca abajo, moviéndose como loco, con los ojos abiertos como dos pomelos, lleno de cables con luces y todo. El dolor del cuerpo se esfumó, la silla no existió. Lloré, lloré, lloré. Pensaba ahí está, se mueve y mirá los ojos que tiene, es mucho más lindo de lo que yo pensaba. Lloré. La enfermera se acercó y me dijo: ¿lo querés tener en brazos?, ¿puedo? le preguntaba como si la madre fuera ella y no yo. Lo envolvió, cuidó que los cables no se le enroscaran y dejó que mis brazos lo arroparan. Lloré y le hablé. No sé qué le dije, pero le hablé. Me importó un carajo la cesárea, la herida, los gases y la mar en coche. El primer encuentro con mi hijo no podía ser en silencio. Lloré y le hablé. Igriega estaba a mi lado como testigo feliz de la escena. Comentamos cosas de padres que habían imaginado lo peor. Viste qué lindo que es y mirá los ojos que tiene, se mueve. Creo que no podíamos creer que se moviera. Hablamos los tres. No sé qué dijimos. No quería irme nunca de ahí. Pero así son las cosas. Luego de un rato de charla, Fede tenía que volver a la pecera calentita y yo a mis paseos por el sanatorio. Le hicimos preguntas a la enfermera, muchas preguntas. Me reconfortaba escuchar que cuando preguntábamos nos decían: ¿Fede? Ah… Fede está muy bien. Como queriendo decir que había chicos en estados mucho más delicados. Él era casi un infiltrado. Que alivio esas palabras, qué alivio que no pusieran cara de circunstancia como había sido durante todo el embarazo.
A partir de allí, en cada visita al flaco monitoreábamos detalles que sabíamos indicaban mejoría. Que la temperatura de la incubadora fuera bajando, que tuviera menos cables, que lo pasaran a una sala de menor complejidad y luego a otra, que me digan de ponerlo en la teta, que apagaran la estufita, etc.

Lo cierto es que en las dos o tres primeras visitas la pregunta acerca de qué clase de madre era me asaltaba en intensidad proporcional a la cercanía de la cunita. Pensaba ¿lo reconoceré? ¿y si me pongo a hacerle caricias a otro bebé y la enfermera me dice: señora su hijo está allá? Cómo se remonta una situación así. En fin, tal vez eso diga algo de qué clase de madre le ha tocado a Fede.

Luego del encuentro que cambió mi vida para siempre, Igriega volvió a empujar mi silla. Cruzamos la puerta. Salí feliz de haberme sacado la grande de Navidad luego de tantos años de lucha.