domingo, 27 de diciembre de 2009

La belleza a los 80 kilos

Decir las cosas por su nombre me ha costado más de diez años de análisis. Me he convertido casi en una militante de ello. Pero los números no son lo mío, eso está a la vista. Pero esta vez y en honor a mi causa y porque las palabras escritas siempre me han ayudado (ojalá que con el peso también) es que hago este esfuerzo de hablar de lo que no hablo. Al menos nunca con tanta precisión.

He sido siempre una mina más o menos potable. Cuando iba bailar, los pibes se me acercaban, siempre más de dos o tres. Me decían cosas en la calle, no solo los albañiles. Nunca fui flaquita. Grandota fue la palabra que me donó mi madre y que supe portar en mi incomodidad durante muchos años de temor al ridículo. Cualquier pollerita más corta de lo esperado me convertía (en mi cabeza) automáticamente en Moria Casán.
Hoy miro para atrás y lamento aquellos años malgastados luchando contra un grotesco inexistente. Gorda es esto: que no me entren los pantalones más grandes que hay en mi placard, que me duelan las rodillas al sentarme, que me duelan los pies al estar más de tres minutos parada, que los sacos me queden chicos de brazos, que en las fotos encuentre –literalmente- un ballena, etc.
Pero es fin de año y este ha sido un año difícil pero muy bueno, de manera que mi mirada debe ser optimista. 80 es mejor que 93, que fue mi peso al parir. 90 al regresar a mi casa sin Fede en la panza. Les recuerdo que Fede pesó 2,3Kg. Esta claro: me guardé todo para mi.

¿Hay belleza a los 80 kilos? Cual anciana que habla del sexo en la tercera edad, puedo decir que no es la belleza que ustedes se imaginan. Las cosas son lindas pero diferentes. La moda, por suerte, colabora. Remeras sueltas que marquen las lolas que es lo mejor que me ha quedado, camisolas, pantalones anchos (algunos aún de embarazada), el pelo siempre lindo, limpio, un poco de bronceado, la blancura torna todo más ancho, nada de jeans, zapatos de colores para llevar la mirada a lo único que no ha engordado, carteras al tono. Pero sobre todo mucha actitud. Después de todo somos justamente las mujeres las que decimos que el tamaño no importa. ¿O sí?

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Lo que nadie dice

Hay cosas que no queda bien decir. Vaya a saber uno por qué.
Las madres parecen beatificarse en el mismo instante de parir. Tal vez antes. Con panza ya visten de Virgen María. Se horrorizan de sentimientos no tan loables, hastíos varios, angustias, etc. Se supone que la madre es amor incondicional de máxima pureza cuando en verdad no es tan así. ¡Ojo! No está mal que no sea tan puro. Lo que sucede es que muchas madres sostienen ese lugar de santa que para mi gusto lo único que consiguen es joder a sus hijos. Y les juro que sé de lo que estoy hablando.

Si además de madre, una fue infértil, menos habilitada todavía, a decir que el paraíso no es tal. Pero no porque tener hijos no está tan bueno. Sino porque está bueno en otro sentido. ¿Me explico? No. Ok.

De lo que nadie habla es de lo mal que se la pasa los primeros dos meses. Días más, días menos según la mujer. La historia es que una está hecha pelota por los cuatro costados. El cuerpo te quedó roto, con una panza de unos tres meses en el mejor de los casos. Las tetas están en plena producción de leche y te duelen. Si el niño se prendió a la teta, lo más probable es que darle la teta sea un suplicio. No porque no quieras sino que te duele como no te dolió nunca. Sentís culpa por querer sacarlo para que no te duela más, pero al mismo tiempo te alivias al cambiarlo de teta y cuando por fin se duerme ni te cuento. La teta lleva mucho tiempo (cosa que nadie te dice) y tu vida se resume a dormir cuando podes y estar tirada dándole la teta unas doce horas por día en total. No sabes si algún día vas a volver a dormir ocho horas seguidas. No sabes si el mundo sigue en pie afuera o se declaró la séptima guerra mundial, que por otra parte no te interesa mientras que no vengan a tu casa. En verdad cuando el chico llora no sabes bien qué carajo le pasa.

Pero lo peor de todo, cuando fuiste infértil, es que todo el mundo te mira como diciendo: bueno, ahora no jodas más, sé feliz. Y una siente una culpa enorme porque la verdad de la milanesa es que el chico tal vez cumplió un mes y una no pudo sentirse verdaderamente feliz más que por unos fugaces momentos. Y siente culpa, mucha culpa, que se transforma en angustia porque recuerda a sus compañeras de ruta y siente que debería estar feliz por ellas, pero lo cierto es que no lo está. Y teme. Se pregunta si esa felicidad que venden en la televisión es cierta. Si alguna vez logrará sentirse así. Y en medio de toda esa vorágine el niño llora, te duelen las tetas y tu marido te mira azorado. No sabe qué te sucede, no puede entenderte y simplemente te mira. Vos llorás, llorás y llorás; y no podes explicar por qué. Pensás: serán las hormonas. Seguro que no, pero al menos son la carta de salvación para no terminar internada en un psiquiátrico. Y vas por la calle, cuando lo dejaste un rato con alguien para respirar un poco, miras ropita de bebé, pensas en cómprasela y te sentís la mina más rara del mundo. Si no podías tener hijos, quién sos ahora. Y te sentís mal porque en lugar de estar disfrutando de tu hijo como todo el mundo espera que hagas, estas perdida en el quilombo de tu cabeza y te morís de culpa porque pobre tu hijo que le tocó una madre tan complicada. Así que no solo no sos feliz, sino que tu hijo tampoco lo será. Y te angustias porque no podes hacer otra cosa.

Lo que nadie dice es que para sentirse madre hace falta tiempo. Bastante tiempo. Tiempo con el que de a poco te das cuenta de que no tiene nada de malo haber sentido todo eso. Tiempo para darte cuenta de que tener hijos está bueno, pero no para pintarles que sos una santa sino que la vida es un compendio de cosas buenas y malas. Que mamá a veces es copada y a veces egoísta. Que papá es macanudo, pero a veces muy estricto. Que la familia está llena de quilombos. Que no sabés si algún día le vas a poder dar un hermanito. Porque no sabes si podrás y porque no sabes si te vas a querer bancar los malditos tratamientos otra vez. Porque sos buena, pero no sos tan pura, ni tan santa, ni tan desinteresada.

Por lo menos, así lo veo yo.


Nota: pido disculpas si alguna de mis compañeras de ruta, nos conozcamos o no, se siente molesta por este post. Se lo que es haber leído cosas por el estilo cuando yo juntaba plata para hacer otro ICSI y daba cualquier cosa por lograr, al menos, ese llanto de madre novata. Sufría porque no sabía si algún día iba a poder sentirme así. Pero también es cierto que los espejitos de colores no me ayudaron nunca y por eso me parecía desleal colaborar con esa postura. Creía y creo que es mejor decir las cosas como son. Pintar un paraíso ficticio lo único que logra es alimentar la fantasía de que la gente feliz es la que tiene hijos (que la entiendo, yo también la tuve). Pero si es inevitable, no se trata de aumentarla.
Y repito, mi hijo es lo más maravilloso que tengo, pero es una maravilla terrenal. No un paraiso de nubes de colores. No es novedad: eso para mi no existe.

martes, 1 de diciembre de 2009

Acumulación de estúpidos (yo inlcuida)

Uno nunca sabe dónde se va a topar con los costados más bajos de la estupidez humana. Generalmente te toman por sorpresa y por ello el efecto es aún peor.

Manejaba feliz por una calle angosta. El tiempo me apremiaba. Tenía que dar mi brazo a los sacadores de sangre antes de que agotaran su tiempo de vampiros equipados. Adelanté mi auto al primer obstáculo de la jornada y otro, que no tenía nada que ver en la maniobra, no tardó en esgrimir su espíritu de Robin Hood. Se encontraba conmigo, su primera estupida del día. Me puteó y adelantó su auto al mío. Y ahí nomás se puso a jugar conmigo, con mi paciencia y como si fuera poco, con mi sangre. Volanteaba de un lado al otro de la calle sin dejarme pasar, olvidando su rumbo. Lo había trocado por impedir el mío. Así unas diez cuadras en las que yo gesticulaba los peores insultos de modo que él pudiera leer claramente mis labios. Así hasta que tuvo la amabilidad de doblar y perderse en el mundo de mi olvido. Por un rato porque pronto lo recordaría. Tan pronto como otro imbécil se sumara a mi jornada y entonces yo pudiera sentir el hastío de la existencia.

Me sacaron sangre lo más bien. Hasta me regalaron un alfajor para mitigar rápido mi ayuno. Eso me puso de buen humor. Salí contenta. Caminé un par de cuadras hasta la farmacia. Crucé un par de miradas amargas con la que cobraba cuando luego de preguntarle si tenía cambio me respondió que no con la típica cara de tengo y no te voy a dar. Yo acepté con un agrio e hipócrita ¿no tenes?. No. Y las dos sabíamos de qué hablábamos. Una mini cuota de hipocresía diaria no le hace mal a nadie después de todo.

Seguí caminando hasta un bar, enfrente de mi trabajo, para acabar definitivamente con mi ayuno. Allí la malignidad del mundo llegó a su punto máximo. Es cierto que se me habían hecho las 12 del mediodía pero tan cierto es también que pregunté simpática: ¿estoy a tiempo para un café con leche con medialunas? (Aclaro que me senté afuera, en las mesas no preparadas para almuerzo). El mozo era rubio, con rulos atados en una colita alta que sostenía por detrás de su cabeza una suerte de mata rubia y peluda. Una especie de pompón poco agradable. De piel bronceada y ojos claros. Pendejo. Canchero. De esos que te dejan en claro que están ahí, pero que no necesitan el trabajo, que están solo circunstancialmente, que en verdad esperan más de la vida y que el padre podría mantenerlos perfectamente, sólo que están en la etapa de demostrarle que pueden valerse por si mismos.
Se acercó displicente y ante mi pregunta no esperó un instante. Se alejó y me dijo: te averiguo. Pensó: otra estúpida más. Cuando ya se iba le grité bajo: ¡sino pido otra cosa!
Nunca volvió. Mi mirada inquieta cuando pasaba hacia otra mesa, lo hizo decir: ya te traigo. Y mientras se alejaba volví a gritarle bajo: también quiero un jugo de naranja. Para qué está uno en un bar si no es para pedir cosas. No se supone que el mozo debería molestarse por eso. Cuando uno pasa cuatro horas con un café también te miran mal. Al final no hay cosa que les venga bien.
Al rato largo apoyó sobre mi mesa el café con leche, el jugo, y se fue. Pensé: deben estar terminando las medialunas. Al rato largo trajo UNA maldita medialuna. Rica, calentita, pero sola. Una solita. ¿Una sola? le dije. Pedí con medialunas. Pensé pero no dije: eso, en el país de las medialunas significa tres o dos a lo sumo en lugares gourmet o amarretes como más les guste. Me miró displicente por enésima vez y me dijo: bueno. Y después de veinte minutos trajo otra puta medialuna, solita ella.

¿Si le dejé propina? Están locos. Ni un centavo. Ojalá hubiera podido dejarle este escrito que surgió ahí mismo sobre la mesa en la que no llegaban mis malditas medialunas.