martes, 18 de agosto de 2009

La amistad se cultiva desde el comienzo


Les presento a Fede. Queremos que desde muy pequeño sepa que además de padres puede tener muchos amigos y que ellos pueden ser tan importantes como nosotros. Por eso, comenzamos con este osito simpaticón.

viernes, 14 de agosto de 2009

Cronología de un día que no llegaría nunca

Unos truenos estrepitosos asaltaron el sueño que la ignorancia sobre lo que estaba por venir, me permitía tener. Serían más o menos las cinco de la madrugada del día en el que nacería Fede. Las gotas se estrellaban contra las tejas. Abrí los ojos. Sonreí. Pensé “es el día perfecto para su llegada”. La lluvia me regalaría un hijo con la misma fuerza de sus truenos. Cerré los ojos. Dormí tranquila dos o tres horas más.

A las ocho sonó el despertador. Una escena siempre repetida. El aparato suena y uno sólo quiere seguir durmiendo porque no hay nada mejor que seguir ahí. En este caso era extraño. Había que levantarse para ir a tener un hijo. En qué cabeza cabe. Además era ir a buscar algo que en verdad ya estaba conmigo.
Me duché mientras gozaba la lluvia por la ventana. De las cuatro cosas que me entraban, elegí la que me parecía más arreglada y al mismo tiempo cómoda para la ocasión. Había que prever que volvería sin panza, así que la remera tendría que ser algo sueltita como para cobijar una panza más parecida a ravioles que otra cosa.
Bolso listo, sobre con estudios, orden de internación y ropita para el bebé (qué bebé pensaba yo en mi locura).
¿Bueno, salimos? ¡Qué momento!. Antes de irnos, quise tomar fotos de la lluvia. Hacía tiempo no llovía así y mi hijo tendría que tener una prueba de la intensidad que lo trajo al mundo. También saqué una foto desde mi propia perspectiva de las últimas horas de la panza, que hoy resultó la imagen que ilustra este relato.
Salimos. Un momento de distracción. Vimos pasar un camión de la policía que decía gigante “Escena del crimen”. Iba directo a la casa del fondo, con la que linda nuestro jardín. Qué situación, justo anoche habrán robado. Zafamos de casualidad. No tardamos en enterarnos de que no habían robado. Parece que el que roba es el dueño de la casa y le habían ido a hacer un allanamiento. Qué mañanas distintas nos había tocado vivir.

El viaje es largo. Lo suficiente como para que se note el silencio. Hablamos un poco. Tratábamos de que pareciera normal, pero no lo era. A los dos se nos pasaba la película entera por la cabeza, pero no la contábamos. Simplemente íbamos. Ni contentos, ni tristes, raros, debajo de una lluvia increíble. Me encantaba que lloviera. ¿Ya lo dije, no?

Llegamos al sanatorio. Teníamos que hacer los trámites de internación. Era en la misma oficina donde meses atrás habíamos hecho el papelerío para el cerclaje. En aquel entonces había pensado “tal vez en unos meses venimos para otra cosa”. Y el momento estaba llegando. Qué raro se siente cuando los sueños que tanto tardaron se hacen realidad. Es una suerte de perplejidad extraña que por dentro repite “está pasando, ¿viste? está pasando”. Y uno sigue como Homero Thompson.
Nos acompañaron a la habitación. No tardó en llegar la partera con la que había hablado a la noche y me había confirmado que iríamos directo a cesárea. El doppler del día anterior había dado alterado y el veredicto del ecografista había sido que Fede no soportaría ni una sola contracción (alabado sea Carlitos que gracias a su minuciosidad Fede goza de una excelente salud).
Así que la partera, una señora gorda y muy mayor, vino con un elemento de última tecnología. Una especie de cono de madera que me hundió en la panza, mientras apoyaba su oreja en el extremo opuesto. Lo dejó unos segundos, se incorporó y dijo “está todo bien, vamos”. Dedujimos que había escuchado los latidos y dado que seguían ahí, valía la pena hacer la cesárea.
Al ratito vino la obstetra. Verla me tranquilizó. Enseguida vendría el camillero a buscarme. Igriega tenía que ir a otro piso a vestirse de padre y nos encontraríamos cuando yo ya no pudiera mover más que un dedo.

El paseo de ida al quirófano fue raro. Tenía una cara extraña, algo desencajada. Como diciendo “me llevan a parir y no se bien de qué se trata”. No podía decodificar las miradas de la gente. No estaba segura si decían “pobre” o “que lindo”.
Llegamos. La sala era más pequeña de lo esperado. Eso me dio cierta estúpida tranquilidad. Si era chiquito, la cosa no debía ser tan compleja. Esos vínculos ridículos que uno suele hacer. Algunas caras conocidas que por las cofias reconocí con dificultad y muchas caras nuevas iban y venían enfundados en verde, mientras yo me sentaba en la camilla con un miedo que me atravesaba la mirada. La asistente de mi obstetra se quedó conmigo. Me hacía preguntas que yo respondía torpemente. Me tomaba de la mano, ponía sus manos sobre mis piernas en señal de “estoy acá, nada malo va a pasarte”. En un momento dijo no sé que cosa encabezada por “cuando nazca el bebé…” Lo que sigue no pude escucharlo. A mi cabeza aún le resultaba extraño pensar que en minutos habría un bebé dando vueltas. Se escuchó un llanto. Sería de la sala de al lado. Alguien dijo “¿ves? así va a llorar”. Mi cabeza no estallaba porque hubiera dado mucho trabajo coser panza y cabeza.

Llegó el anestesista. Un tipo amable, que me miraba a los ojos y me explicaba cada paso. Lamentablemente su amabilidad no menguó la horrible sensación que me produjo la maldita peridural. En menos de un minuto mi cuerpo quedó reducido a un busto con brazos. Como esos que se esculpen en honor a los próceres, pero con brazos. Podrían haber trozado mis piernas en pedacitos o cocinarlas al spiedo que yo hasta hubiera pedido un pedacito. Sin duda el reconocimiento del propio cuerpo está compuesto no sólo por la imagen que podemos ver con los ojos, sino con la sensación. Quitada esta última. La visión del cuerpo se vive como si estuviera muerto o fuera de otra. Lo estudié tantas veces en la facultad … ¡Les juro que del libro al cuerpo hay un abismo de diferencia!

Bien. Con el medio cuerpito que me quedaba y los brazos abiertos en gesto de crucifixión con diversos aparatos conectados, empezó el banquete. Médicos, asistentes y enfermeras me abrieron con cuchillo y tenedor durante un largo rato.
Me moría de dolor de hombros. Tenía miedo. Estaba impresionada. Todo era muy extraño. ¿Era yo la que estaba ahí?
De pronto la obstetra dice a los gritos “¡vamos a llamar al padre o que estamos esperando!” Mutilada pero no idiota, entendí que el momento llegaba. Giré mi cabeza al costado y lo vi todo vestido de padre atemorizado. Me miraba con amor y yo ni sé qué transmitía con los ojos.

No sé si es mi sensación, si la gente no lo dice porque queda feo o qué cuernos pasa. Pero en ese momento, antes de toparnos cara a cara con Fede, me sorprendió un nivel de violencia de la escena que no me había imaginado. No creo que se pueda hacer de otro modo, debe ser así, sólo que jamás escuché que nadie lo contara. Todo el mundo dice “es el dolor más feliz”, “después no te acordas de nada”, bla, bla, bla.
La obstetra dijo “¡empujen!”. Acto seguido los que estaban de mi lado, del cuerpito que quedaba detrás de la tela que cubría la carnicería, léase anestesista, asistente, alguna enfermera, no se si la partera pasaron sus brazos por sobre mi cabeza, depositándolos sobre la parte superior de mi panza y comenzaron a empujar como quien empuja un Fiat 600 para que el que está al volante ponga segunda y arranque. “Un poco más” decía la obstetra y ellos le daban nomás. Yo sabía que era un momento importante, que tenía que estar feliz, que lo tenía que disfrutar, pero honestamente les digo ¡es muy heavy! En verdad yo quería salir rajando. No sé, con unas piernas prestadas hasta que pudiera recuperar las mías. Obvio no pude.
Después de varios “un poco más” escuché “ahí lo tengo”, “ahí sale” y de golpe se bajó el telón que no me dejaba ver y se elevó un pequeño pitufo violeta, con una boca gigante que lloraba desconsoladamente. ¿Qué se siente? No sé. La magnitud de la escena es tan fuerte que no sabría ponerle palabras. Es una situación donde la cabeza se queda muy atrás de los acontecimientos. El pensamiento no alcanza.
Alguien me acercó al flaco a la cara y pude darle un beso. Recuerdo el calor de su cuerpo en mis labios. Eso me tranquilizó. Luego se fue con el papá y la neonatóloga. En mi cuerpo la carnicería estaba más abierta que nunca.

Al ratito lo veo acercarse a Igriega con Fede en brazos. Se sentó a mi lado. Mi cabeza estallada y mi cuerpito diminuto no me alcanzaban para emocionarme. Le pregunté si estaba bien y lo miré a los ojos para ver si me decía la verdad. “Sí, está bien” dijo hasta un poco sorprendido. Sus ojos decían la verdad. Me quedé tranquila. Luego le pidieron que se vaya. Una doctora se acercó y me dijo que Fede estaba muy bien, que sólo por precaución lo llevarían a neonatología.

Los médicos del otro lado de la cortina ya iban por el postre y cerrando. Más o menos treinta minutos después de conocer al flaco, por fin me sacaron de ahí. Les confieso que estaba tan feliz por la llegada de Fede como por poder irme de esa mesa. Me moría de dolor de espalda.

El paseo de vuelta a la habitación fue en camilla. Cuando me pasaron a la cama no pude evitar ver mis piernas y me impresioné. Estaban muertas.
Nos quedamos solos. Eramos dos, pero había un tercerito vaya a saber en qué lugar del sanatorio. Emocionarse cuando uno no puede hablar es muy complejo así que dejé eso para después. El primer comentario entre Igriega y yo fue “¿viste? no es tan cabezón, yo tenía miedo de que fuera desproporcionado” Estábamos felices de que a las fantasías del pequeño monstruo se las hubiera llevado la lluvia.

Acabábamos de convertirnos en padres. La vida ya estaba puesta patas para arriba y todavía no teníamos la menor idea de cómo seguía todo.
Una sensación parecida a tener una bola de fuego en el centro del cuerpo. Aún no llegaba a sentir el calor pero tenía certeza de que sólo era cuestión de dejarla crecer para ser invadida por un color tan pero tan intenso que jamás hubiera podido imaginarlo.

Continuará…

viernes, 7 de agosto de 2009

Tenganme paciencia...

Cualquiera diría: ahora que ya tuvo al pibe se borró, abandonó el blog, todo le impoprtó un carajo y chau. Nada de eso. Es que el niño es pequeño pero ocupa casi todo mi tiempo. De estar al pedo todo el día pasé a no tener un minuto y mi cabeza viene atrás tratando de acomodarse a los sucesos. Para ser sincera, viene muy atrás, pero ya hablaré de eso.

Escribo simplemente para decirles que apenas pueda postearé algo como la gente. Mientras tanto les cuento que Fede está muy bien. Hace una semana y media que estamos los tres en casa. Ayer lo llevamos a control y ya pesa 2.700Kg. Si sigue así, en breve el apodo "flaco" va a parecer una ironía. Es muy tranquilo, se duerme solito en la cuna (aunque a veces le cuesta y luego no hay quién lo despierte). Come desaforadamente, en lógica relación a los meses de vacas flacas que tuvo que soportar en la panza (y no lo digo por la madre). Durante la noche duerme y si no fuera porque hay que despertarlo para comer, al menos hasta que gane más peso, creo que dormiría toda la noche. Cuando llegue ese momento, él y sus padres estarán agradecidos.

No es fácil acostumbrarse a que las cosas salgan bien.